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Inseguridad ciudadana y criminología aplicada

Inseguridad ciudadana y criminología aplicada

Hoy es más que evidente que el simple discurso crítico o los esfuerzos aislados de las agencias penales, así como la sucesión de decisiones políticas improvisadas y simbólicas, no son la ruta que nos llevará a controlar la criminalidad organizada y violenta que enfrenta el país.

Por Víctor Prado Saldarriaga

miércoles 10 de diciembre 2014

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Actualmente la inseguridad ciudadana es una problemática transversal y común en todos los países latinoamericanos. No se trata, pues, de un suceso focal o aislado que se presenta o agudiza únicamente en el Perú. Las experiencias recientes de Colombia, México, Brasil o El Salvador nos muestran que este fenómeno contemporáneo posee una efectiva a la vez que dinámica capacidad de inserción y extensión en nuestras sociedades.

Esto, a su vez, ha promovido en las dos últimas décadas el surgimiento de diferentes enfoques y estudios que han procurado explicar su etiología, efectos y experiencias de control. Al respecto es relevante lo señalado por Gabriel Kessler, quien afirma que “ni la alta tasa de delitos ni la preocupación social aparecieron de repente”.

En efecto, sus orígenes parecen vislumbrarse en el pasado inmediato de la región, ligado a procesos transicionales de consolidación democrática y de aguda crisis social que han experimentado, en mayor o menor dimensión, varios países latinoamericanos. Sin embargo, lo significativo en los últimos años es que el problema de la inseguridad ha ido adquiriendo un repentino dinamismo e intensidad que para muchos se ha tornado en incontrolable ante evidentes y reiteradas muestras de impunidad delictiva.

En segundo lugar, es pertinente recordar que, en torno a su naturaleza, la inseguridad ciudadana ha sido generalmente entendida e identificada como un sentimiento o como una percepción de temor que experimenta (e internaliza) un colectivo social de poder ser una víctima potencial o real de un delito. Y, especialmente, de modalidades de criminalidad violenta como los homicidios, los robos, los secuestros, las extorsiones o las violaciones de la libertad sexual.

Tal y como destacan José María Rico y Laura Chinchilla: “desde hace más de dos decenios, el tema de la inseguridad ciudadana constituye uno de los principales problemas sociales de casi todos los países de América latina, cuyos ciudadanos están hondamente preocupados por fuertes incrementos de las tasas de criminalidad –en particular de los delitos violentos–, se sienten cada vez más inseguros en sus personas y bienes, y expresan su insatisfacción con respecto a la respuesta estatal ante el fenómeno delictivo”.

Un tercer aspecto relevante es que las principales consecuencias psicosociales y políticas de la inseguridad ciudadana se expresan como reacciones de crítica y pérdida de credibilidad que se activan entre la población contra los Poderes del Estado, a los cuales se les imputa el estado de cosas y a quienes se les exige acciones inmediatas y drásticas contra la delincuencia.

Según citan el mismo Rico y Chinchilla,“en lo atinente a las consecuencias políticas, la criminalidad y el sentimiento de inseguridad suelen originar presiones de la población sobre las autoridades públicas con la finalidad de generar cambios en las modalidades de intervención frente al problema. Estas presiones suelen concretarse en exigencias de medidas más represivas. Asimismo, ante la ineficiencia de la reacción estatal, se están dando casos alarmantes de recurso a una justicia de ‘mano propia’ con (…) elevado número de linchamientos populares. Todo esto conlleva aspectos impropios de una sociedad democrática y representa un serio peligro para la consolidación de un Estado de Derecho”.

Un ejemplo significativo de los extremos negativos a que puede llevar la internalización de la inseguridad ciudadana, fueron los sucesos desencadenados por la actuación violenta y armada de los grupos de autodefensa de Michoacán contra el denominado Cartel de los Caballeros Templarios.

La realidad descrita es compatible en muchos aspectos con lo que viene aconteciendo en el Perú emergente del tercer milenio, incluyendo el desborde de los efectos negativos mencionados, así como también la difundida actitud de los sectores sociales y políticos del país, de asociar constantemente el incremento visible de la criminalidad y de la inseguridad ciudadana con continuas disfunciones de la praxis policial, fiscal o judicial.

Es más, a sus órganos estratégicos u operativos no solo se les descalifica por ineficientes sino que, también, se les considera inoperantes y hasta penetrados por la corrupción. Sin embargo, un examen aproximativo de la etiología de la inseguridad ciudadana requiere evaluar otros aspectos estructurales que identifiquen de modo más integral el actual contexto en los que se manifiesta. En efecto, un enfoque coherente demanda revisar e integrar otros componentes económicos, culturales y sociológicos que definen la realidad peruana del presente, como son el subempleo, la informalidad y la presencia de flujos constantes de riqueza de origen ilegal.

Por consiguiente, es pertinente ensayar una perspectiva distinta y promover un balance puntual de la criminalidad e inseguridad ciudadana en el Perú con base en la visibilización de tales aspectos. Los cuales, por lo demás, han permanecido alejados por mucho tiempo del interés de la escasa criminología aplicada nacional. Resulta, pues, indispensable investigar e identificar qué factores económicos, psicosociales y políticos son los que inciden y condicionan las manifestaciones y características relevantes que ha adquirido la criminalidad organizada y violenta, así como la inseguridad ciudadana en un país de economía emergente como el Perú.

En tal sentido, se tiene que impulsar y fortalecer la investigación criminológica de todos esos factores socioeconómicos a fin de producir una inteligencia estratégica solvente que permita la formulación de políticas afinadas contra el delito. Esta necesidad puede y debe ser satisfecha desde organismos públicos especializados como el Consejo Nacional de Política Criminal pero también desde las universidades. En tanto no contemos con un Observatorio Nacional de la Criminalidad, esa puede ser una opción inmediata que el Estado debe promover con incentivos adecuados (generar líneas de investigación aplicada sobre la inseguridad ciudadana y la criminalidad organizada y dotarlas de becas para tesis de doctorado o maestría sobre estas materias).

Hoy es más que evidente que el simple discurso crítico o los esfuerzos aislados de las agencias penales, así como la sucesión de decisiones políticas improvisadas y simbólicas, no son la ruta que nos llevará a controlar la criminalidad organizada y violenta que enfrenta el país. Se requiere, pues, con carácter de urgencia, que el componente científicoempírico indague y nos haga entender sus causas reales así como las alternativas idóneas para aproximarnos a ese objetivo nacional de recuperar la seguridad ciudadana. Nuestro futuro como sociedad y como nación depende de este cambio de enfoque y de praxis en la construcción y aplicación de la política criminal peruana.

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