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La unión civil no matrimonial como desafío de la democracia constitucional

La unión civil no matrimonial como desafío de la democracia constitucional

Parece evidente que el rechazo a la unión civil no matrimonial sobrepasa la defensa del matrimonio y la familia, y se proyecta como un argumento que atraviesa la configuración de los derechos fundamentales. Por ello, se abre también la pregunta sobre el sentido que adquiere la democracia constitucional cuando los derechos que ésta garantiza se subordinan a la existencia de ciertos valores naturales.

Por Gorki Gonzáles Mantilla

viernes 13 de marzo 2015

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Las razones de quienes se oponen al proyecto para reconocer la unión civil no matrimonial en el Perú no son nuevas. Su principal argumento gira en torno al carácter natural de la familia y el matrimonio. Se reitera, por cierto, que la finalidad de éste es la procreación de la especie humana. En suma, se deja entrever que estas consideraciones forman parte de un ideal moralmente bueno, al que deben subordinarse los planes de vida individuales de todos.

Pero ¿cómo se entiende la idea de lo natural y cuáles son las consecuencias que derivan de extender su influencia, como algo determinante, al ámbito de los derechos y las instituciones públicas?. Parece evidente que el rechazo a la unión civil no matrimonial sobrepasa la defensa del matrimonio y la familia, y se proyecta como un argumento que atraviesa la configuración de los derechos fundamentales. Por ello, se abre también la pregunta sobre el sentido que adquiere la democracia constitucional cuando los derechos que ésta garantiza se subordinan a la existencia de ciertos valores naturales.

Pues bien, una versión fuerte de «lo natural” postula la existencia de ciertos valores absolutos e inmutables que funcionan como preceptos sobre la moral y el buen vivir. Un modelo de virtud que -como ha sido dicho por Carlos S. Nino- el Estado tiene el deber de imponer porque se asume que lo mejor para la vida de las personas o lo que satisface sus intereses, es independiente de sus propios deseos. Así se entiende el modelo perfeccionista y así ocurre en los Estados fundamentalistas donde los valores religiosos funcionan como verdades absolutas que se imponen para modelar la libertad de las personas y para hacerlas “mejores”. En estas realidades, las libertades de conciencia, la vida familiar, la libertad de expresión, tanto como algunas instituciones de la comunidad, como el matrimonio, están predeterminadas por los valores naturales.

Sin embargo, no es difícil ver este tipo de políticas legislativas en nuestros países. Ejemplos nítidos de ello se recuerdan en la forma como el Código Civil de 1936 regulaba la situación de la mujer casada. Sólo es necesario citar las siguientes reglas para comprobar que el Estado, a través del derecho, fijaba los intereses de la mujer en el matrimonio subordinando su voluntad a la del marido. Se decía: “el marido dirige la sociedad conyugal. La mujer debe al marido ayuda y consejo para la prosperidad común y tiene el derecho y el deber de atender personalmente el hogar” (art. 161°). Al marido compete fijar y mudar el domicilio de la familia, así corno decidir sobre lo referente a su economía (Art. 162°). Como parece obvio, la mujer era convertida en un ser disminuido, sin voluntad, para cumplir el ideal del matrimonio sobre el cual se debía fundar la familia.

Aunque estos términos han cambiado en el Código civil de 1984, la sombra del perfeccionismo moral no termina de despejarse. El artículo 24° aún mantiene un rezago del imaginario anterior cuando dice: “La mujer tiene derecho a llevar el apellido del marido agregado al suyo y a conservarlo mientras no contraiga nuevo matrimonio. Cesa tal derecho en caso de divorcio o nulidad de matrimonio”. Así, aunque debilitada la idea de pertenencia y subordinación de la mujer, todavía se hace visible la fuerza del “antiguo régimen” y de su impronta moral. La tendencia es aún más nítida en la norma que regula el matrimonio como “la unión voluntariamente concertada por un varón y una mujer” (art. 234°). Esta regla no deja la menor duda sobre el origen natural atribuido al matrimonio, en esos términos se proyecta su imposición sobre quienes quisieran contraerlo, negando la libertad o, más bien, restringiéndola a este modelo que se levanta como designio de valores inmutables, como el modelo perfecto para construir la familia.

En este contexto, se viene ensayando una variante soft, quizá para que la defensa de “lo natural” no parezca “fuera de época” y resulte defendible aún hoy. Aquí se afirma que lo discutido en el proyecto sólo entraña un problema de derechos patrimoniales o derechos legales: brindar garantías para los bienes patrimoniales y para los derechos de las partes en la relación; por ejemplo, visitas a establecimientos penitenciarios, centros de salud, nacionalidad, seguridad social, toma de decisiones en tratamientos médicos o quirúrgicos, entre otros. En líneas generales, las propuestas contrarias al proyecto sobre la unión civil no matrimonial, apuntan a que todo podría ser resuelto con un “ajuste” legal, incidiendo en las reglas del Código civil.

Este enfoque del problema no puede ocultar la escasa relevancia atribuida al derecho a decidir sobre la orientación sexual y la definición del plan de vida. Ambas consideraciones son ubicadas en un espacio residual, distante de toda reivindicación constitucional. Se trata de una ruta que desconoce el valor del derecho a la igualdad como derecho fundamental en el núcleo del problema y que desmerece, como producto de este déficit, el respeto y garantía de la autonomía para afirmar los propios intereses y deseos.

Es bueno recordar que el proyecto sobre la unión civil no matrimonial defiende el derecho a la igualdad en su relación con el derecho al libre desarrollo de la personalidad. Ambos son piezas esenciales de la estructura que soporta el reconocimiento y la práctica de los derechos fundamentales y, por lo tanto, son valores protegidos por la democracia constitucional. Ambos derechos pueden debilitarse gravemente si son sometidos al designio de los valores naturales, comprometiendo con ello el carácter racional de la democracia.

El derecho al libre desarrollo de la personalidad permite garantizar la efectiva capacidad de elegir y concretar las concepciones personales sobre lo mejor para uno mismo y, conforme a ello, la posibilidad de definir un plan de vida con autonomía. En esta línea de razonamiento, la igualdad garantiza la atribución y reconocimiento de las condiciones necesarias para el ejercicio de derechos y libertades con la única limitación proveniente de los derechos de terceros. La igualdad exige valorar las razones que permiten categorizar a los individuos de una forma en particular, para definir las condiciones que deben recibir en el trato, en términos de legitimidad. La igualdad implica necesariamente el reconocimiento de la diferencia, pues del examen de ésta surge la garantía del derecho en forma coherente con la realidad del sujeto. Y el reconocimiento de los derechos es precisamente lo que se buscaba con el proyecto de la unión civil no matrimonial. Por eso es que no existe el derecho a la igualdad ni el derecho al libre desarrollo de la personalidad, si el punto de referencia para categorizar a los sujetos proviene de un modelo ideal de valores naturales e interfiere en la autonomía del sujeto.

En las propuestas que se oponen al proyecto de unión civil no matrimonial, se subvalora el principio de igualdad y se desconoce el derecho al libre desarrollo de la personalidad. Estos no aparecen como problema de fondo y, en el mejor de los casos, se les sitúa en un “segundo nivel” por debajo del modelo ideal atribuido a la familia y al matrimonio. De este modo, se busca impedir toda intrusión en el sentido “natural” de la familia, para mantener intocado el carácter también “natural” del matrimonio. El objetivo final no pasa desapercibido: consagrar el blindaje del “primer nivel” ideal de valores naturales en el que se ubican ambas instituciones.

Desconocer los derechos por razones atribuidas a la orientación sexual, peor aún si la motivación se funda en un plan ideal de valores naturales, configura un supuesto de discriminación. Nada nuevo entre nosotros, pues la discriminación es un reflejo del argumento de la superioridad/inferioridad por naturaleza, que ha justificado la exclusión y la desigualdad estructural a lo largo de nuestra vida republicana. Esa es la ruta que siguen las ideas que defienden los detractores de la unión civil cuando descalifican o invisibilizan por razones “naturales” los derechos de la comunidad homosexual o, en el escenario menos grave, cuando se les reconoce un espacio marginal del derecho para que puedan llevar adelante sus vidas siempre que no se alteren las “instituciones naturales”. Es como salvar el orden legal a costa de desconocer o avasallar los derechos de las minorías.

Tampoco es novedad en la historia de la discriminación que se diga, sumado a todo lo anterior, que el modelo inmutable de valores que el matrimonio y la familia representan, responde a la opinión de las mayorías. Es en este último argumento que se pone en cuestión el sentido de la democracia como régimen que garantiza los derechos individuales. La consecuencia de esta idea acabaría por someter cualquier derecho fundamental a las creencias, a los gustos o al simple arbitrio de quienes forman la mayoría en un momento determinado. Esta mayoría terminaría por suplantar los derechos y libertades para convertirlos en nombres sin contenido. El Estado no sostendría más su legitimidad en la obligación de realizar los derechos y más bien encontraría justificación en la voluntad abstracta de quien dice representar a las mayorías, el poder de turno o los poderes fácticos. Por todo esto, el reconocimiento de la unión civil no matrimonial es un desafío que debe contribuir al proceso histórico que la conquista de los derechos supone y en esa dirección, al afianzamiento de la democracia constitucional.

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