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Juan Monroy: Pedagogía en Derecho

Juan Monroy: Pedagogía en Derecho

Si uno visita el estudio del doctor Juan Monroy Gálvez, en la zona residencial de San Isidro, donde se ubican todavía las casonas de las antiguas familias limeñas, jamás imaginaría que hace muchos años hubo un niño que lo único que quería en la vida era ser profesor. Probablemente, si el doctor Monroy lo invita a uno a conocer su biblioteca, que atesora más de 40.000 volúmenes en cuatro pisos, a los que se accede únicamente a través de un ascensor privado, jamás pensaría que el doctor Monroy Gálvez fue un activo militante del sindicato de maestros, allá por los años sesenta, época de gran convulsión social.

Por Redacción Laley.pe

domingo 10 de mayo 2015

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Pero ese es el pasado del doctor Monroy Gálvez, que nos resume esta mañana, en el directorio de su estudio, adornado por piezas de caoba con incrustaciones de pino. “Nosotros fuimos una familia muy pobre que vivía en Pisco. Mi mamá murió sin saber leer ni escribir. Mi padre no acabó la primaria. A mí me tocó ser el menor de 12 hermanos, dos de ellos docentes. Como el mayor recibió una beca para hacer un internado a la Universidad La Cantuta, que entonces era de mucho prestigio, me llevó con él para que mis padres cargaran con un hijo menos. A partir de ese momento viví en su biblioteca, con acceso a muchos libros. Leí el Manifiesto Comunista a los 12 años, eso me marcó para toda la vida”, dice Monroy, un sujeto de estatura pequeña, cabello cano corto, de hablar preciso, pero acompasado, de gestos casi imperceptibles y con unos lentes redondos de marco, similares a los de un bibliotecario de las novelas de Arthur Conan Doyle.

Con el tiempo, Monroy ingresó a la carrera docente, graduándose como profesor de Filosofía a los 19 años. Empezó a enseñar en una escuela Normal, en Piura, alternando con prácticas en un laboratorio dirigido a alumnos de quinto de secundaria. Así pasaron cinco años en la vida del profesor Monroy, que por entonces se acercó al Sindicato Unitario de Trabajadores en la Educación del Perú (Sutep), base Talara, incorporándose a sus las hasta convertirse en un destacado dirigente del norte.

Sin embargo, a principios de los años setenta, debido a su filiación política, fue destituido del magisterio, por lo que pensó que era hora de buscar “otros instrumentos con los cuales podía defender mejor las causas que consideraba justas”. En ese momento, Monroy encontró un aviso en el periódico que informaba sobre el examen de ingreso a la Universidad Católica (PUCP), donde pensó que podía estudiar Derecho.

No se había preparado mucho, pero dominaba las letras por su formación humanista y su afición a la literatura. Los números los manejaba desde niño, porque solía acompañar a su padre a cobrarles a sus clientes. “La aritmética entra mejor por necesidad que por la pizarra”. Años antes, tras la revolución de los hermanos Castro, en Cuba, Monroy quería “subirse en el primer camión para ir a dar pelea donde se necesitara dar lucha”. Pero eso, con esposa y un hijo en camino, lo hizo pensar en optar por otro camino profesional. “Con Velasco pensamos que se iba a producir la revolución, pero pronto nos dimos cuenta, que así como pasó con Lenin, la izquierda peruana se hincó ante un militar, quien gobernó a través del Sinamos, un órgano burocrático de la dictadura dirigido por un grupo de izquierdistas aburguesados”, dice Monroy con desilusión.

“Nosotros, en cambio, seguimos la lucha desde afuera, en contra de la derecha, una pelea mortal, que no aparecían en los diarios. Luchas gremiales, no por el salario o las comodidades, sino por un verdadero cambio social. Nuestro objetivo era subvertir el orden, una palabra hermosa que se escribió en aquellos años con sangre”, arma con el gesto de quien acaba de recordar un verso poético que le trae recuerdos vivos de una era más feliz.

El detective de los procesos

Como no tenía dinero, sus hermanos mayores lo ayudaron durante los primeros dos años de la universidad. Monroy ya estaba casado, con su esposa embarazada de su primer hijo, por lo que se tuvo que ahorrar el dinero que le mandaban para mantener a su familia. Durante ese periodo, Monroy caminaba por las mañanas desde Lince hasta la universidad, en el fundo Pando. A la hora del almuerzo, comía un sánguche y una avena para beber. Así lograba quedarse hasta la noche, entre las clases y la biblioteca. Allí conoció a una amiga, cuyo esposo era secretario de juzgado, un cargo que si bien estaba adscrito al Poder Judicial era, en la práctica, un empleado externo que recibía dinero de las partes, o del mismo juzgado, para preparar proyectos de sentencia.

Como Monroy era hábil, este secretario lo convocó al Poder Judicial, donde empezó cobrando S/.10 soles por resolución, que sería el equivalente a S/.60 de hoy. El negocio, lejos de lo que se podría creer, resultó tan rentable, que en cuatro meses Monroy se compró su primer carro. “A la semana me hacía unas 30 o 40 sentencias, como las mías en su mayoría eran firmadas por los jueces, otros magistrados me convocaban, hasta casi copar el mercado de los secretarios de juzgado”, dice Monroy, que había descubierto una veta en la que ningún otro compañero se interesó: el proceso. “Como eran mentes cartesianas, que decían que si eras militante de izquierda tenías que inclinarte por el Derecho Penal y por el corporativo si eras de derecha, nadie se ocupó de comprender a fondo la parte procesal. El Poder Judicial operaba con un Código de 1912, que se basaba en el modelo de España 1891. Era una porquería… casi castellano antiguo traducido. El único doctor que investigó algo fue Mario Alzamora Valdez, que escribió el libro Teoría del proceso. Pero tampoco es que haya propuesto una reforma profunda”, dice Monroy.

Después de su paso por la secretaría de juzgados, Monroy llegó a la Corte Penal del Callao, donde se encontró con un clima de corrupción que le daba asco. “Los abogados de ocio le cobraban S/.10 a personas que no tenían nada. No se habían informado del caso, y hablaban estupideces sobre la sociedad y los móviles de los delitos. Cuando querían más plata, pedían hasta S/.50, haciéndole creer a sus patrocinados que podían arreglar con el juez. Se acercaban al presidente del tribunal y le hablaban al oído, pero solo para pedir permiso para ir al baño. Los defendidos, creyendo que tenían llegada al juez, les daban la plata”.

Tras esta experiencia, Monroy ingresó al estudio de Javier de Belaunde López de Romaña, hijo del reconocido político Javier de Belaunde Ruiz de Somocurcio, donde trabajaría entre los años 1977 y 2001, hasta convertirse en socio, por lo que el estudio se llegó a llamar Belaunde & Monroy Abogados. Allí le tocó ver casos emblemáticos. Pero el que más satisfacción le produjo fue aquel en el que defendió a los magistrados Manuel Aguirre Roca, Guillermo Rey Terry y Delia Revoredo Marsano de Mur, quienes fueron destituidos del Tribunal Constitucional en 1998 por el gobierno de Alberto Fujimori por votar en contra de la posibilidad de que este postulara por tercera vez a la presidencia. “La imparcialidad es un elemento subjetivo, es una actitud que se le exige al juez, en cuya virtud en el momento de sentenciar pondrá entre paréntesis todo aquello que lo pueda hacerse desviar de la recta aplicación de la ley (prejuicios religiosos, sentimientos de simpatía o aversión hacia alguna de las partes). Es claro que los acusados no han gozado de este derecho. ¿Cómo podemos pedirles un mínimo de imparcialidad a aquellos congresistas que son juez y parte interesada en el proceso en cuestión, a aquellos que tienen intereses personales en el caso? La respuesta es pues totalmente obvia. Es imposible aún más en este caso, porque hay un agravante.

Dentro del Congreso existe un grupo totalmente descalificado, tanto moral como jurídicamente, por hallarse entre los 41 congresistas que intentaron presionar al Tribunal Constitucional”, señaló Monroy con total desenfado frente a la bancada fujimorista, donde muchos de sus representantes se reunieron con Vladimiro Montesinos en el SIN para planificar tal destitución. “

El proceso me tomó mucho tiempo. Solo para hacer un símil, en 1963, después de 100 años de haberse inventado la máquina Remington, el Poder Judicial aprobó que los escritos se presentaran a máquina de escribir y ya no a mano. Hoy, después de que existe Internet hace 20 años, se ha sistematizado recién la publicación de resoluciones. Pero esto, así como pasó con la máquina de escribir, no va a servir para acelerar los servicios de justicia. Son herramientas, pero el proceso es el que nunca se ha corregido, por lo que las partes, sobre todo aquella en que contratan a los abogados más hábiles, todavía puede valerse de su conocimiento del proceso para aplazar los términos de la justicia”.

Para Monroy, el derecho procesal es un conjunto de instrumentos técnicos y éticos que le permiten, al juez y a las partes, conducir el conflicto material de forma idónea. “No se trata de contratar a mi amigo que va a hacer que se retrase el pago de mi deuda de uno a cuatro años. Eso crea desigualdad y genera resentimiento”. Para Monroy, el derecho se ha especializado en diferentes ámbitos, desde el derecho regulatorio, minero, petrolero y gasífero hasta en fusiones y adquisiciones. Sin embargo, por más sofisticada que parezca cada rama, el proceso es un paraguas que cubre todos los diferentes ámbitos del derecho, por lo que Monroy recibe constantemente pedidos de otros estudios para compartir los casos.

Monroy, al lado importantes abogados y juristas, es reconocido porque contribuyó con redactar el Código Procesal Civil. Él conformó, entre los años 1991 y 1992, una comisión revisora del Código Procesal Civil de 1984, cuyo texto nal se promulgó mediante el Decreto Legislativo N° 768 el 29 de febrero de 1992, antes de que se produjera el golpe del 5 de abril de 1992. Para el año 1998, el nuevo parlamento, ya sin cámaras de senadores ni diputados, volvió a convocar a Monroy para sugerir mejoras al Código, que contarían con el aval tanto de congresistas del oficialismo como de la oposición.

Hoy, el Estudio Monroy, fundado en 2002, es una boutique de segundo piso especializada exclusivamente en Derecho Procesal. Para él, el conocimiento de esta rama del Derecho es más importante, incluso, que muchos capítulos de la Constitución. “Para qué me sirve tener un derecho si no se cuentan con las herramientas para defenderlo. Una prueba de cómo el proceso hace ecaz las cosas, es que hoy, desde hace 20 años, se vive una suerte de “constitucionalización” del derecho. Todo pasa por la Constitución, a pesar de que en ella están contenidos una serie de derechos, como el derecho al trabajo, a una calidad de vida digna, las concesiones liberales de los noventa relativizaron estos derechos, expresándolos como derechos progresivos.

Hoy, bajo la lógica implacable de la globalización, las industrias extractivas exigen que se les deje hacer lo que les da la gana, pasando por encima del derecho de las comunidades, el derecho ambiental. Y ahí, cuando se produce un Derecho sin tutela, como ahora, el proceso se convierte en el principal instrumento para ello. Ahora, unos y otros convocan al debido proceso. Es, en suma, las reglas que le permiten a uno evitar que el sistema cometa abusos”. Según Monroy, el derecho peruano es importado, pero que acaba de empezar un proceso lento de expresión de nuestras necesidades.“Es un derecho que pausadamente debemos construir, pero poco a poco, porque hemos importado una serie de instituciones, como los centros de conciliación, que no se ajustan a la lógica de dos partes que se sienten en igual de condiciones. Mientras más atentos estemos a la legislación de otros países, a sus normas “innovadoras”, menos derechos habrán en el Perú, porque no contaremos con las herramientas para poder conducir el proceso según nuestras necesidades”.

A la izquierda del derecho El sindicalista Monroy parece que está intacto, encerrado en un pequeño prisma por el que se filtran todos los pensamientos del doctor Monroy. “Los abogados abusamos de que el derecho es vago, impreciso, que permite situarse en los lugares que más nos convienen según nuestra posición. Es que el derecho no es una ciencia formal, no debe ser exacto, no es la verdad física o química. Pero tampoco es una vereda que puede transitarse sin reglas.

Aquí, la verdad se expresa a través de normas que regulan la actuación de las pruebas, para que el juez decida qué es verdad y qué no”, dice Monroy, quien reconoce que hay personas que se valen del derecho para sembrar desigualdad en el mundo. Él, en cambio, se ubica en la otra vereda, entre aquellos que creen que es posible que el derecho se transforme en un instrumento de paz, compromiso y base para la gestación de una comunidad en la que todos se reconozcan con las mismas oportunidades. Pese a que le han ofrecido ocupar un cargo político o sumarse a las las de algún partido, Monroy nunca ha aceptado. “Para la política se necesita confiar en 50 personas. Yo no llego ni a cinco”.

“Desde mi trinchera, busco hacer la diferencia, a través del Derecho Procesal, para penetrar el sistema y que se configure un ecosistema a favor de las causas justas, y no de quien tiene la sartén por el mango, o la plata. Hay muchos derechos por reivindicar, pero el sistema nos tiene ocupados trabajando las 24 horas, pagando cosas a plazos infinitos. Han planificado nuestras vidas para que olvidemos que tenemos derechos. No es fácil ser de izquierda ahora, porque la derecha ha creado un mundo feliz, pero en el que la gente se muere de hambre por falta de oportunidades iguales. Encima, salen algunos abogados liberales a querer reformar el Derecho peruano, pero sus propuestas son un vómito –póngalo así por favor–. Parecen cinco señoras hablando del Poder Judicial en un té de tías, si haber leído en su vida un libro sobre Derecho Procesal”, nos dice Monroy con enfado, quien se despide de nosotros antes de subir a su pequeño ascensor, a perderse en otra batalla intelectual contra un sistema que le ha traído no pocos beneficios.

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