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Nulidad en sede casatoria y la independencia del juez de apelación

Nulidad en sede casatoria y la independencia del juez de apelación

Todos los días la Corte Suprema decreta la nulidad de sentencias y ordena a los jueces de primer o segundo grado cómo debe interpretar y aplicar la ley o valorar los medios probatorios. Sobre el particular, el autor se pregunta qué tan correcta es esta práctica. ¿Será que realmente está amparada en nuestro ordenamiento jurídico?

Por Renzo Cavani

martes 22 de diciembre 2015

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En el marco de un recurso de casación, la Corte Suprema falla argumentando que el plazo de prescripción, en dicho caso, debe contarse desde el día X. Acto seguido, anula la resolución de vista y ordena a la Sala Superior que expida una nueva, atendiendo a los criterios expuestos. El recurrente en casación, por cierto, formuló un pedido anulatorio y, subordinadamente, un pedido revocatorio.

¿Novedad? Ninguna: la Suprema hace eso prácticamente todos los días. Cuando decreta la nulidad de sentencias, ordena a los jueces de primer o segundo grado cómo debe interpretar y aplicar la ley o valorar los medios probatorios. Pero, ¿qué tan correcta es esta práctica? ¿Será que realmente está amparada en nuestro ordenamiento jurídico?

Para que la Sala Superior (o el juez de primer grado) deba atender obligatoriamente a los criterios jurisdiccionales impuestos por la Suprema en su decisión debe existir una norma que así lo ordene. Esa norma revelaría una jerarquía entre ambos órganos en este aspecto específico.

El art. 139, inciso 2, § 1, Const., señala: “Son principios y derechos de la función jurisdiccional: (…) 2. La independencia en el ejercicio de la función jurisdiccional”. Es cierto que en el § 2 se desarrolla más el contenido normativo de la independencia judicial, pero ello no obsta para, al menos, concluir lo siguiente:

  • (i)    La independencia puede ser entendida como garantía para las partes, específicamente, como imparcialidad subjetiva, que viene a formar parte del contenido del derecho fundamental al juez natural. La independencia, aquí, impide que un juez pueda juzgar si tiene interés en el resultado del proceso.
  • (ii)    Por su parte, la independencia también puede ser entendida como una garantía del magistrado en su labor jurisdiccional, la cual cobra su máxima expresión al momento de decidir; es decir, interpretar y aplicar el derecho y valorar los medios probatorios. Por cierto, esto está muy lejos de decir que el juez posee plena libertad o que tiene el “derecho” de resolver según su propia convicción; de hecho, el ordenamiento (y la racionalidad) le coloca diversos límites, tales como el respeto a los precedentes de las cortes de vértice –por contar ellas con esa competencia–, así como la justificación (racional, intersubjetivamente controlable) de sus decisiones. Y estos límites generan deberes. La independencia, aquí, por tanto, tiene su núcleo en que ninguna autoridad interfiera con la propia función del juez, pues, para proteger a los ciudadanos, él solo está sometido al derecho y no a ningún hombre (government of laws, not of men). La independencia es, precisamente, sujeción al imperio del derecho.

De otro lado, la LOPJ, en su art. 16 es aún más específica en este segundo sentido: “Los Magistrados son independientes en su actuación jurisdiccional dentro de su competencia. Ninguna autoridad, ni siquiera los Magistrados de instancia superior, pueden interferir en su actuación. Están obligados a preservar esta garantía, bajo responsabilidad, pudiendo dirigirse al Ministerio Público, con conocimiento del Consejo Ejecutivo del Poder Judicial, sin perjuicio de ejercer directamente los derechos que les faculta la ley” (énfasis mío).

Esta última disposición refuerza la idea lanzada arriba: es necesario obtener una norma que otorgue a la Corte Suprema la competencia para ordenarle a la Sala Superior (y a otros jueces) que, al invalidar sus decisiones, tomen en consideración los criterios de interpretación y valoración probatoria expresados en la decisión anulatoria.

En la búsqueda de esta norma, nuestro derecho positivo nos arroja el artículo 47, inciso 8 de la Ley Nº 29277 (Ley de Carrera Judicial – LCJ). Este dispositivo dice: “Son faltas graves: (…) 8. Desacatar las disposiciones contenidas en reglamentos, acuerdos y resoluciones que dicte la Corte Suprema de Justicia en materia jurisdiccional” (énfasis mío).

El hecho de hablar de “jurisdiccional” excluye lo “administrativo”. Estamos, por tanto, en el marco de resoluciones (autos y sentencias) de la Corte Suprema. Pero, ¿cuál es el contexto a que se refiere?

Por lo menos, tenemos dos posibilidades interpretativas: 

  • (i)    El deber de obedecer las resoluciones se limita a los casos en donde opera: (a) una sustitución o (b) una invalidación de la decisión impugnada. En el caso de la sustitución, se produce una revocación o confirmación: allí la resolución (auto o sentencia) de la Suprema pasa a reemplazar a la decisión confirmada o revocada. En el caso de la invalidación, la Suprema elimina la resolución impugnada, ordenando que se emita una nueva decisión o imponiendo que se realicen diversos actos por consecuencia lógica de la decisión anulatoria (si anula el proceso total o parcialmente). Esto lleva a que el desacato al que se refiere este artículo consista en que los jueces de mérito no pueden rebelarse contra el hecho que sus resoluciones hayan sido revocadas o anuladas: deben obedecer y realizar lo que corresponda (proceder a la ejecución, devolver el expediente y anexos, emitir un nuevo fallo, etc.). De lo contrario, se configura la falta grave y sanción administrativa.
  • (ii)    El deber de obedecer las resoluciones, además de lo anterior, también abarca, en los casos de anulación, los criterios jurisdiccionales para interpretación, aplicación y valoración de la prueba dados por la Corte Suprema.

Otra norma relevante para este caso es la que se extrae del artículo 48, inciso 7, LCJ, que dice: “Son faltas muy graves: (…) 7. Interferir en el criterio de los jueces de grado inferior por razón de competencia en la interpretación o aplicación de la ley, salvo cuando se halle en conocimiento de la causa a través de los recursos legalmente establecidos” (énfasis mío).

De esta manera, aquí la “interferencia en el criterio” solo se restringe al ámbito recursal, en donde sí se evidencia una jerarquía por la existencia de diversas instancias. Pero ello no basta. Es necesario determinar qué significa esta “interferencia”:

  • (1)    El poder de modificar los criterios plasmados en una resolución impugnada, revocando o confirmándola y, por tanto, que el juez se sujete a esta nueva decisión para lo que le corresponda realizar en adelante;
  • (2)    el de poder modificar los criterios plasmados en una resolución impugnada, invalidándola (o, de ser el caso, invalidando el procedimiento parcial o totalmente), pero obedeciendo a aspectos estrictamente procesales que no involucren la interpretación y/o aplicación del Derecho y valoración de la prueba;
  • (3)    el poder de imponer criterios de interpretación y/o aplicación del Derecho y de valoración de la prueba en los casos de nulidad por reenvío.

Nótese cómo es que, teniendo en cuenta las posibilidades interpretativas del artículo 47, inciso 8, LCJ, la alternativa (i) es compatible con (1) y (2), mientras que la alternativa (ii) es compatible con (3). Pero esto debe ser confrontado con las normas de la Constitución y de la LOPJ extraídas anteriormente.

Tenemos que, a partir del artículo 139, inciso 2, § 1, Const., y del artículo 16, LOPJ, puede reconstruirse la siguiente norma (N1): 

  • N1: Todo juez posee independencia para decidir y ningún sujeto o autoridad política, administrativa o jurisdiccional puede interferir; pero en caso de ser magistrado [en sede recursal] puede imponer sus criterios jurisdiccionales siempre que exista competencia que lo faculte.

Estas competencias, evidentemente, deben ser buscadas en el derecho positivo. Entre otras, ellas serían:

  • (a)    Los precedentes constitucionales (arts. VI y VII, CPConst.), respecto del TC;
  • (b)    los precedentes adoptados en una sentencia expedida en el marco de un pleno casatorio (por ejemplo, el art. 400, CPC), respecto de la Corte Suprema;
  • (c)    el fenómeno que opera a partir de la sustitución e invalidación de la resolución referido líneas arriba, respecto de cualquier juez de revisión.

La pregunta que se coloca, por tanto, es si habría una alternativa (d) que incluya los criterios jurisdiccionales que la Suprema suele dar en las decisiones anulatorias. Y esto lleva, necesariamente, al problema ya esbozado: si es posible que de los artículos 47, inciso 8, LCJ, y 48, inciso 7, LCJ, se desprenda esta competencia.

Esto ciertamente lleva a una argumentación compleja; pero al menos para sentar las bases de una discusión crítica, podría dar algunas razones que conducen a cuestionar la existencia de esta competencia y, por tanto, a concluir que la práctica judicial de la Corte Suprema no sería tolerada por el ordenamiento jurídico peruano:

(i)    La Suprema debe, siempre que sea posible, resolver sobre el mérito del proceso. Así lo manda el artículo III del Título Preliminar del CPC, el cual, al disponer que se resuelva un conflicto de intereses “haciendo efectivos los derechos sustanciales”, consagra una norma que impone la primacía de la decisión de mérito por sobre cualquier decisión anulatoria. De ahí que, si se opta por anular, es porque existe un vicio tan grave que no se llegó a subsanar y, además, porque no existe posibilidad de emitir una decisión de mérito sin perjudicar irremediablemente la idoneidad del procedimiento ni los derechos de las partes.  

No obstante, el uso de la nulidad en la Corte Suprema, históricamente, ha sido indiscriminado e irrazonable. Jamás ha sido usado como un remedio excepcional y de última ratio. La Suprema suele cuestionar la interpretación y aplicación del Derecho al caso concreto y la valoración de la prueba (lo cual, por cierto, no es su competencia) realizado por los jueces de mérito y, en vez de revocar, opta por anular, escudándose casi siempre en un defecto de motivación o en el artículo 197, CPC, alegando que los medios de prueba “no se valoraron conjuntamente”. Ella constata, por tanto, vulneración al debido proceso, pero sin demostrar por qué era imperativo anular. Lo más curioso de todo es que, muchas veces, ni siquiera ella misma motiva adecuadamente su decisión. 

Esto, qué duda cabe, es una completa distorsión. El caso que inspira este comentario es un ejemplo de ello: ¿por qué no se revocó la resolución, determinando la (in)existencia de la prescripción y la consecuente decisión respecto del proceso? Esta práctica judicial de la Corte Suprema de imponer criterios parte de un equivocado empleo de la figura de la nulidad procesal. 

(ii)    La independencia judicial garantiza que el magistrado pueda realizar sus funciones más elementales (interpretar y aplicar el Derecho, valorar la prueba), sin interferencias de cuño político (las más usuales) y sin que ninguna autoridad imponga, a su vez, sus criterios jurisdiccionales. La interferencia política está completamente prohibida, mientras que la interferencia jurisdiccional –que siempre se dará por existir un sistema jerarquizado a nivel de órganos judiciales– debe encontrarse limitada. Esto hace que los artículos 47, inciso 8, y 48, inciso 7, LCJ, deban ser interpretados restrictivamente, privilegiando siempre la independencia. 

Aquí podría argumentarse que los criterios dados por la Corte Suprema al momento de invalidar buscarían una especie de uniformidad en la respuesta del Poder Judicial frente al ciudadano. También podría decirse que el contexto de la sede recursal es idóneo para que el juez que decide respecto de la resolución impugnada oriente la forma de resolver de los jueces “de abajo”. Nótese que esto solo tendría sentido si es que se defiende una vinculación total; esto es, que la Sala Superior no puede hacer ni más ni menos de lo que se le ordena.  

No obstante, pienso que esto colisiona frontalmente con la idea de la independencia en su inescindible vinculación con la argumentación jurídica y la justificación racional de las decisiones. Constreñir a un juez a motivar o valorar el acervo probatorio de una manera específica e inexorable es algo que ni siquiera un precedente obligatorio genera. Tener el deber de sujetarse al marco de la juricidad –base esencial de la independencia judicial– presupone que el juez sea capaz de emitir una decisión fundada en el Derecho y adecuadamente justificada, que parta de criterios de racionalidad práctica. Y esto solo podría ser conseguido sin ningún tipo de injerencia en esta tarea, menos aun cuando exista una imposición de algún juez. 

(iii)    A partir de la conjunción de ambas consideraciones, tenemos que la Corte Suprema, en primer lugar, debería abstenerse de anular mediante argumentos de mérito que podrían llevarla a resolver la causa de forma definitiva. Esto es esencial y es la base del problema. 

En segundo lugar, sin embargo, cuando se vea en la necesidad de invalidar la resolución impugnada, además de motivar su decisión de por qué debe hacerlo (no basta invocar vulneración al debido proceso), la Suprema debe limitarse a apuntar el vicio en que incurrió  la Sala Superior, sin decir cómo debe fallar nuevamente. Esto es precisamente evitar cualquier tipo de injerencia.  

Al implicar la invalidación una auténtica eliminación de la decisión impugnada, la Sala Superior, además de corregir el vicio, podrá mejorar su motivación en la nueva decisión; de lo contrario, se configuraría una interferencia en la independencia judicial. Y sin jueces independientes respecto de otros jueces queda seriamente comprometida la impartición de justicia a favor de los ciudadanos.

(*) Renzo Cavani es abogado por la Universidad de Lima. Profesor en la Maestría con mención en Derecho Procesal de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP) y en la Universidad San Ignacio de Loyola (USIL). Además, Magíster en Derecho por la Universidade Federal do Rio Grande do Sul (UFRGS) – Porto Alegre, Brasil

(**) Agradezco a Henrry Paredes y a Nadia Castillo por las conversaciones que dieron forma a las presentes reflexiones. Agradezco especialmente a César Higa por la revisión del texto y por las correcciones sugeridas.

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