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Formalizando los fondos de origen incierto

Formalizando los fondos de origen incierto

El mercado informal no se preocupa –no tiene por qué hacerlo–, por el origen de los fondos que hace circular. Y por ello conforma un ambiente perfecto para el desarrollo de la economía del crimen organizado. En estas condiciones la cuestión del origen de los fondos lavados –que parece ser tan importante en medios legales–, resulta no tener ningún sentido práctico. Ante la ausencia total de alternativas, revisemos qué mecanismo se puede aplicar.

Por César Azabache Caracciolo

viernes 27 de febrero 2015

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En un artículo publicado a fines del año pasado (El Comercio, 24/11/2014) he propuesto una amnistía tributaria y penal a favor de los tenedores de fondos de origen incierto. Una amnistía como la que propongo solo tiene sentido si viene acompañada por un paquete de medidas intensivas destinadas a ampliar la cobertura del sistema financiero, siguiendo las pautas ya establecidas por los estudios actuales sobre los efectos esperados de la difusión del dinero digital y del empleo de los teléfonos móviles como herramientas de pago y acceso al sistema financiero.

Combinadas, ambas medidas deberían facilitar el ingreso a la economía formal de buena parte de los fondos no declarados que circulan entre nosotros. Sin duda, son los economistas los que deben establecer el listado y alcance de las medidas específicas por implementar, el costo del programa y el impacto específico que puede tener sobre la economía, así como el tiempo que debe tomar completarlo. Pero en cualquier caso actuar es urgente. Y me parece ingenuo hacerlo sin una medida fuerte que permita a los tenedores de fondos de origen incierto insertarse en la economía formal sin temor a las represalias o sanciones legales. Para hacernos una idea de la dimensión del problema echemos una mirada a algunas de las cifras propuestas hasta ahora. Hace un año, según la Fiscalía de la Nación, el total de fondos lavados originados en el narcotráfico, la minería informal y la corrupción equivalía ya al tercio de la recaudación pública por impuestos (US$ 10 vs. 30 miles de millones). En esta estimación, la Fiscalía de la Nación está aludiendo solo al valor de los activos movilizados por las organizaciones criminales que se mueven en los sectores más visibles de la actividad informal. Y la estimación que resulta es por cierto alarmante: se trata de un valor superior al 5% del PBI (la recaudación fiscal el 2013 alcanzó el 16% del PBI).

Pero ocurre, además, que los activos movilizados por la criminalidad organizada no se mantienen aislados en un circuito cerrado de circulación y consumo. Si existen y si se expanden, reduciendo al mismo tiempo el PBI (la relación entre el crecimiento de la economía informal y el crecimiento del PBI es inversa, según Escobar Montalvo), es porque pueden moverse en un ambiente más amplio que involucra, en primer lugar, el mercado completo de transacciones informales en nuestro medio y, en segundo lugar, el propio mercado formal, en el que inevitablemente se filtran (aunque aún no haya podido estimarse una tasa consensuada de filtración, según el IPE, Negocios Internacionales N°18).

Los fondos movilizados por la criminalidad organizada conforman solo el aspecto más grave de la ya grave existencia de la economía informal, a la que los expertos en nuestro medio asignan una dimensión equivalente al 60% del PBI (nuevamente IPE, Negocios Internacionales N°18). En estas condiciones, la economía informal no puede ser abordada solo como si constituyera el ambiente de desarrollo de los “buenos emergentes” (aunque sin duda hay en este sector historias de vida y emprendimiento deslumbrantes). Tampoco puede abordarse como si constituyera solo una cuestión relacionada con los límites de la recaudación tributaria. La economía informal es ambas cosas, pero es también el ambiente que permite hacer rentable la criminalidad organizada.

Puestas así las cosas, el problema deja de aparecer ante nosotros como un asunto aislado, que se pueda expresar ante la justicia penal en función de los registros estadísticos de un delito en particular (el lavado de activos, en sentido legal) o que pueda resolverse analizando el comportamiento de los tribunales a los casos propuestos por la fiscalía o de la fiscalía a los casos propuestos por la policía o por la Unidad de Inteligencia Financiera.

Tampoco se limita estableciendo las relaciones entre el lavado de activos y un grupo de delitos especialmente graves (el narcotráfico, la corrupción y la minería informal, especialmente), ni se resuelve reforzando la capacidad de reacción de las agencias de investigación. Por cierto hay que hacer todo esto también. Pero un mercado que moviliza un valor equivalente o cercano al 5% del PBI en fondos originados en la criminalidad organizada y que se refleja en la economía, impregnando en primer lugar un sector como el informal cuyo valor equivale al 60% del PBI, debe ser abordado como una cuestión de organización de la economía y estructura del mercado y no solo como un problema de infracciones que compete a la justicia penal y a la seguridad pública. El mercado de lavado de activos no limita su expansión a los fondos producidos por la criminalidad organizada y esta no actúa como si fuera un Estado aislado de la sociedad. Para hacer rentables sus ganancias, la criminalidad organizada debe penetrar en la economía formal y la expansión y el nivel de filtración (aunque no haya podido aún ser medido con precisión) que la economía informal posee sobre ella ofrecen condiciones inmejorables para lograrlo. Se lavan entonces, sin solución de continuidad, los fondos que provienen de la criminalidad organizada y los fondos originados en la economía informal “no organizada criminalmente”.

El lavado de activos constituye un mercado de dinero en efectivo que moviliza el total de fondos no declarados para fines tributarios o no registrados ante el sistema financiero. En consecuencia, el impacto de la informalidad sobre la sociedad no se agota en la forma en que contiene la expansión de la recaudación tributaria. El crecimiento del mercado informal reduce la tasa de crecimiento del PBI.

Pero, además, este delito multiplica de manera directa el uso de sobornos y de violencia física directa (extorsiones, secuestros, atentados) que soportan la contención interna del sistema (las sanciones internas de la criminalidad organizada son violentas), su seguridad informal (la seguridad informal es también violenta) y su multiplicación (la protección de las actividades informales frente a la ley se basa en sobornos).

El mercado informal no se preocupa –no tiene por qué hacerlo–, por el origen de los fondos que hace circular. Y por ello conforma un ambiente perfecto para el desarrollo de la economía del crimen organizado. En estas condiciones la cuestión del origen de los fondos lavados –que parece ser tan importante en medios legales–, resulta no tener ningún sentido práctico.

La amnistía que proponemos está condicionada a que sus beneficiarios declaren y registren los activos de los que son tenedores, exonerándolos como contrapartida, del deber de revelar la fuente. Me puedo atrever a comparar el periodo de vigencia y los efectos de una amnistía de ese tipo como un proceso semejante a los procesos de desmovilización de guerrillas. El destino natural de las armas de tenencia ilegal (como el de todos los activos de tenencia ilegal) es la incautación y confiscación. Pero cuando la cantidad de armas ilegales dispersas en un mercado excede las posibilidades reales de intervención del sistema legal, entonces la única opción es crear espacios excepcionales de negociación y entrega voluntaria de los activos que no deberían circular. No veo razón que impida tratar de manera semejante al dinero de origen incierto que circula en nuestro medio.

Podrá observarse con razón que la comparación que ensayo pone en evidencia las limitaciones de la propuesta. Los procesos de desmovilización de guerrillas son el resultado de un acuerdo de paz con los alzados, y los acuerdos de paz surgen siempre de un entrampamiento en el conflicto que sostienen con el Estado. La cuestión consiste en establecer si la relación entre el Estado y la economía informal ha llegado o no a un punto semejante.

Aquí, nuevamente, tienen la palabra los economistas. El punto de entrampamiento de un conflicto armado se asemeja a las condiciones económicas en las que dos competidores no pueden seguir pujando por obtener ventajas en el mercado sin producir resultados regresivos en el otro. Si el crecimiento se vuelve imposible en contienda entonces toca revisar las posibilidades de un acuerdo.

En el terreno de la violencia, la desmovilización es posible cuando el acuerdo es más eficiente para todas las partes que la conservación de las hostilidades. Cabe entonces preguntarse si la relación entre Estado y la informalidad ha llegado a tal punto de entrampamiento mutuo que estos puedan comenzar a necesitar un punto de salida y creación de un nuevo equilibrio institucional, que por cierto resultará más estable que el que actualmente tenemos.

Aunque constituye solo una intuición, creo que la informalidad se ha expandido ya demasiado como para que sus beneficiarios puedan confiar en que pueden seguir creciendo sin sufrir las consecuencias de la contracción del PBI que su propio crecimiento genera. Y los principales beneficiarios de las mafias de tráfico de bienes y servicios de todo tipo tienen que haber notado que el constante reacomodo de la relación entre criminalidad organizada y fuerza pública hace insostenible la acumulación de riqueza en espacios informales más allá de cierto punto, del cual existen solo caídas estrepitosas como la que sufrió en su día López Paredes, la que sufrió la organización de Montesinos y ahora está padeciendo, distancias a salvo, la organización de Orellana.

El frenazo en el crecimiento registrado el 2014 debería hacer notar a las partes de esta contienda implícita que se necesita una suerte de tratado o acuerdo práctico que haga viable al costo más razonable posible el final de este ciclo, que además se está volviendo cada vez más violento para todos. El camino por el que está transitando el país hace urgente que comencemos a pensar en reacomodar la relación entre la economía informal y la formal como una cuestión de supervivencia de nuestras posibilidades de crecimiento.

Nos estamos jugando en esto la calidad del ambiente en el que se desarrolla la economía. Nos estamos jugando las posibilidades de montar (de una vez por todas) la infraestructura institucional que nos falta (relacionada con la vigencia de la ley que la informalidad niega por definición). No se trata entonces de discutir si será conveniente o no promover una amnistía (basada en un proceso complejo como el que, sin duda, aún hay que organizar). Se trata de reaccionar en ausencia total de otras alternativas.

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