Esta problemática no es privativa del Perú, al punto que en el Derecho comparado se ha desarrollado la “doctrina del foro público” creada por la jurisprudencia de la Suprema Corte de los EE UU y que justifica la toma de espacios públicos para hacerse oír por el Estado, pero siempre que se haga de manera pacífica y temporal.
En nuestro sistema constitucional se reconoce el derecho a la protesta social, e incluso la citada doctrina podría llegar a tener un cierto asidero legal en nuestro ordenamiento. No obstante, los acontecimientos en Islay están lejos de ser una expresión legal de este derecho. Los manifestantes no solo han tomado las carreteras, también han sembrado el desorden y han cometido graves delitos. En estas seudoprotestas se han utilizado armas letales como huaracas, hondas, fierros, con las que se ha dado muerte a un policía.
La condición fundamental para que la protesta social tenga protección constitucional es la proscripción de la violencia. En el preciso instante en que una movilización se torna violenta deja de ser legal y se convierte en delictuosa. Los medios usados para la protesta así como sus fines tienen que ser necesariamente lícitos.
En el Estado de Derecho el monopolio de la fuerza está en manos del Estado y está proscrito el uso arbitrario de la fuerza; quien apela a la violencia como medio para exigir un derecho está fuera de la ley. El ataque a la policía, a la integridad de los ciudadanos, a la propiedad privada, así como impedir que funcionen servicios públicos, son claramente delitos.
Podemos convenir en que mientras un sector importante de la sociedad sea invisible para el Estado no habrá democracia o que una democracia real debe garantizar que la pluralidad de voces sea escuchada y eventualmente atendida por las autoridades políticas. Pero de ningún modo aceptar que la violencia se imponga a la ley porque eso implicaría el gobierno de la oclocracia, de la turbamulta, y la democracia es lo más lejano de eso, es el imperio de la norma, de la razón y por lo tanto del diálogo.