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La demora en los procesos civiles peruanos

La demora en los procesos civiles peruanos

El autor analiza las distintas causas de la demora procesal reveladas en el reciente informe “La Justicia en el Perú. Cinco grandes problemas”, elaborado por La Ley y Gaceta Jurídica. Al respecto sostiene categóricamente que no habrá reforma de justicia que logre sus objetivos cuando conviven, bajo la sombrilla de la “sobrecarga procesal”, deficiencias humanas más graves y que se ocultan en ese estado de cosas para justificar sus propias rémoras y falta de vocación por la justicia.

Por Nelson Ramírez Jimenez

lunes 14 de diciembre 2015

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Gaceta Jurídica y La Ley han hecho un reciente estudio sobre los diversos problemas que afligen a la justicia peruana, uno de ellos sobre la demora procesal. Dicho estudio se ha focalizado en el análisis en dos tipos de procesos: desalojo y ejecución de garantías, que en principio debieran ser procesos céleres; sin embargo, la conclusión del estudio arroja que la duración de estos procesos es de 4 años y 3 meses, y 4 años y 6 meses, respectivamente, solo para obtener que se dicte sentencia firme; no se ha computado el tiempo que toma la ejecución de la misma. Son 46 y 49 meses más del “plazo oficial”, que con ejecución puede llegar a ser más de 60 meses. En este contexto, plazo razonable, tutela efectiva y tutela urgente suenan a una broma de mal gusto.  

Las razones que se han detectado en ese estudio, y que explicarían tal estado de cosas son de diferente índole: (1) demora en el envío de las notificaciones; (2) demora en el envío de los cargos de recepción de las notificaciones; (3) cambio de jueces; (4) suspensión de juzgados y tribunales; (5) actos dilatorios de los abogados; (6) excesiva carga procesal de demandas en que interviene el estado; (7) huelga del Poder Judicial; (8) ausencia de jueces en la tarde.  

No podemos menos que coincidir con los resultados de ese estudio. Sin embargo, al día de hoy podríamos sostener que una de esas causas está siendo superada, pues las notificaciones tradicionales por cédulas remitidas por correo ordinario se están reemplazando por el sistema de notificaciones electrónicas, cambio que es impulsado desde la presidencia de la Corte Suprema, y que cabe felicitar.  

Sin perjuicio de ello, las otras causas detectadas subsisten e, incluso, se han acentuado, lo que amerita una severa crítica, pues siendo conocidas no se sabe de ningún trabajo institucional para superarlas. Un análisis somero respecto de alguna de ellas nos permite afirmar lo que sigue: la mala fe de los abogados es una verdad de Perogrullo. Los actos dilatorios de los abogados existen y no tienen control ni sanción.  

El Código Procesal Civil apostó por un proceso donde la buena fe y la lealtad procesales tuvieran especial protección. Sin embargo, el tiempo nos ha demostrado que no basta con que exista ley que lo ordene, sino que es necesario un control ético serio, profundo y radical. “Autoridad que no se ejerce se pierde”, dice un viejo aforismo, y eso viene sucediendo en el proceso. Los jueces no suelen aplicar las sanciones previstas en la ley, y no lo hacen por varias razones. Una, quizá la primera, es que no quieren verse envueltos en discusiones con los abogados, quienes suelen impugnar la sanción impuesta y generar incidentes que enturbian el proceso principal; otra razón es que, frecuentemente, las sanciones impuestas son revocadas por las instancias superiores, quedándose sin respaldo alguno, pese a lo manifiesto de la inconducta sancionada.  

Una tercera es que cuando se denuncia al abogado ante la comisión de ética de su respectivo colegio, este no asume su compromiso y deja prescribir la investigación o sencillamente no adopta las decisiones que son de esperar. En este concierto de circunstancias se produce una especie de autorización para actuar con indecencia. El abogado deja de ser un colaborador de la justicia para convertirse en un agente del caos y del desorden.  

La cuestión empeora cuando se advierte que los actos de deslealtad procesal no se agotan en el caso concreto, sino que se extienden al inicio de nuevos procesos para evitar que la sentencia dictada en contra de su causa pueda ser prontamente ejecutada; al respecto, el inicio de amparo contra resoluciones judiciales, la nulidad de cosa juzgada fraudulenta, el amparo contra amparo o la celebración de actos jurídicos simulados para sustraer el patrimonio de su cliente a la persecución de la ejecución civil, o la creación de personas jurídicas para oponer el velo societario a dicha persecución son rutas ampliamente conocidas y frecuentadas. ¿Es posible que estas conductas no puedan ser controladas y sancionadas? ¿No es acaso cierto que los grandes casos de corrupción que se conocen han sido ideados y ejecutados por abogados con matrícula vigente en el Colegio de Abogados? El CAL debe asumir su responsabilidad.  

Las demandas contra el Estado son, casi siempre, masivas, en muchos casos por temas que se repiten como las que se interponen contra la ONP por personas jubiladas en busca de la protección de sus intereses vulnerados. El Estado no asume su responsabilidad para evitar que se presenten nuevas demandas. Ya el Tribunal Constitucional impuso sanciones a este organismo, pues pese a existir precedente vinculante y doctrina jurisprudencial en ciertas materias dicha entidad seguía actuando de espaldas a sus decisiones, sobresaturando abusivamente la carga procesal de diferentes órganos del sistema judicial.  

Lo grave es que el Estado tiene el privilegio de litigar sin costas, lo cual se convierte en un aliciente perverso, pues la política de la Administración Pública es que hay que demandar por todo e impugnar todo, sin detenerse a sopesar el efecto de tamaña arbitrariedad.  

A todo esto se suma el hecho de que el Estado no haya regulado oportunamente procesos especiales que permitan atender en un solo trámite procesal multitud de reclamaciones individuales de esencia similar, como es el caso de los llamados procesos colectivos, los que permitirían litigar en un solo procedimiento las miles de reclamaciones que nacen de los mismos hechos. En el caso de la ONP, la defensa del consumidor o del medio ambiente, entre otros, aliviarían la enorme carga procesal que se genera al respecto. Hay que repensar la justicia contencioso-administrativa. 

Las huelgas en el Poder Judicial forman parte de su calendario anual. Una lástima que sea así, pues si bien existen causas que justifican el reclamo salarial de sus trabajadores, lo que resulta insensato es que nunca se cumplan los compromisos económicos que se asumen, lo que genera el inicio de una nueva huelga. Creo, además, que el Poder Judicial puede mejorar sus mecanismos de cobro de tasas y multas para generar mejores ingresos propios, así como evitar gastos superfluos que no ayudan a la mejoría del sistema.  

La ausencia de jueces en la jornada de la tarde es un factor que genera demoras en la resolución oportuna de los casos en trámite, sin lugar a dudas, pues sustrae varias horas de desempeño a la resolución de causas. Creo, sin embargo, que no se trata solamente de esa ausencia vespertina. Hay algo más y de mayor envergadura. Al lado de jueces entregados a su labor, honestos, laboriosos, a quienes realmente les afecta la sobrecarga procesal, existen muchos otros que no se comprometen con su tarea, es decir, invitados de piedra, ajenos a la batalla cotidiana de la justicia por lograr sus objetivos. En este sector de indiferentes, hay jueces cuya productividad deja mucho que desear; otros que nunca llegan a la hora de inicio de sus labores; y los que se retiran temprano; otros que delegan a sus asistentes toda la tarea de su despacho y, aun así, no se preocupan de revisar prolijamente el trabajo que ellos realizan; los que salen a almorzar y regresan solo para cerrar su despacho; los que se ausentan en horas de oficina y ordenan a su personal para que los justifiquen con mentiras como que “han sido llamados por el presidente y no se sabe a qué hora regresan”; en fin, claras muestras de que hay una manifiesta falta de vocación. Son burócratas administrando justicia, para mala suerte de quienes sí son verdaderos jueces que luchan por hacer justicia pronta y que ven empañada su tarea por la crítica social que generan aquellos. Mas eso no es todo. Hay jueces que no tienen vocación para hacer justicia y, por tanto, poco les importa cumplir con los plazos. Comoquiera que el control de los plazos no es eficaz, aquí tenemos una tarea que merecería una implacable labor de control y la imposición de sanciones ejemplares para aquellos personajes que no debieran ostentar el nombre de jueces. La sociedad no soporta más esta grave indiferencia.  

A la lista analizada se pueden agregar varios problemas más como, por ejemplo, la labor de los peritos cuando el caso lo requiere, casi siempre parcializada, costosa y falta de control. ¿Se sabe de algún perito condenado por mentir en su dictamen?   Por todo ello es de desear que estas causas sean definitivamente erradicadas. No hay forma de que se alcance un óptimo servicio de justicia si las conductas detectadas no son atacadas en su raíz. No habrá reforma de justicia que logre sus objetivos cuando conviven, bajo la sombrilla de la “sobrecarga procesal”, deficiencias humanas más graves y que se ocultan en ese estado de cosas para justificar sus propias rémoras y falta de vocación por la justicia.

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(*) Nelson Ramírez Jiménez es socio emérito del Estudio Muñiz, Ramírez, Pérez-Taiman & Olaya Abogados. Es licenciado en Derecho por la Universidad Federico Villareal y ha sido miembro del Comité Consultivo de la Corte Suprema, así como del Comité Consultivo de la Academia de la Magistratura y miembro de la Comisión de Reforma del Código Procesal Constitucional. También se ha desempeñado como docente en Derecho Civil en  la Universidad de Lima y como profesor en Derecho Procesal Constitucional en la Universidad de Lomas de Zamora (Argentina).

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