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La disolución es constitucional

La disolución es constitucional

El autor afirma que no existió una «negación fáctica» de la cuestión de confianza sino que, mediante una votación de 80 congresistas, se rechazó la misma al no aprobarse la cuestión previa, lo que implicó un rechazo a la cuestión de confianza. Inclusive, refiere que, luego de esta votación, por si quedasen dudas sobre el rechazo a la cuestión de confianza, el Congreso procedió a la elección de los magistrados del TC.

Por Juan Jiménez Mayor

miércoles 9 de octubre 2019

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Luego de los sucesos del 30-S que produjeron la disolución del Congreso y la instalación de una  Comisión Permanente de transición, así como el nacimiento de un nuevo gabinete ministerial, hay una cosa muy cierta: el país sigue en marcha. La gestión del Estado en todos los niveles de gobierno continúa y todo sigue camino a la normalidad a la espera de un proceso electoral que genere un nuevo Congreso que concluya la legislatura actual. Como ocurre en este tipo de crisis en los regímenes parlamentarios es el pueblo quien finalmente dirime el conflicto en las urnas.

No obstante, se ha iniciado un interesante debate entre los juristas sobre la validez de la medida adoptada por el presidente de la República. La dicotomía jurídica ha sido tan fuerte que se habla ahora de una nueva especie de constitucionalistas, los de derecha y los de izquierda, por encima del deber de lealtad hacia la Constitución. Insólito.

Esta situación debe ser muy enojosa para la población. Más allá de los alegatos de los letrados que generan confusiones, la gente tiene las cosas claras: el Congreso abusó y el presidente los disolvió. Pero no basta, se requiere base constitucional y los juristas son imprescindibles.

La disolución del Congreso en nuestro modelo constitucional parecía una cláusula inútil. Recuerdo que en las aulas universitarias al abordar la posibilidad de aplicación del artículo 134 de la Constitución que regula la disolución, todos pensábamos que era una norma imposible, pues se consideraba muy remota la eventualidad que los parlamentarios provoquen su recorte de mandato al censurar o negar la confianza a dos Consejos de Ministros. Pero la realidad superó la ficción.

La confianza, censura y disolución son institutos propios de contrapeso de poderes, por medio del cual se establece que el Congreso tiene amplias potestades de control hacia el Poder Ejecutivo, pero no puede extralimitarse a riesgo de ser disuelto por las causales establecidas en el artículo 134 de la Constitución. Precisamente estas instituciones que tomamos del parlamentarismo  son la que configuran, a decir del profesor Domingo García Belaunde, nuestro modelo político de presidencialismo atenuado.

La disolución del Congreso, más allá que se trate ya de un hecho consumado que ha reconfigurado el escenario político en una transición inédita que dejará lecciones para muchos por los errores y abusos cometidos, tiene sustento constitucional. En ello me permito discrepar de quienes sostienen que esto ha sido un golpe de Estado o de aquellos más rigurosos jurídicamente hablando que sostienen que ha habido una infracción constitucional.

No es necesario ni propio sustentar la medida en base a los antecedentes del 30-S, en cuanto a la forma en que ejerció sus atribuciones la mayoría parlamentaria. Tampoco por el blindaje a congresistas y funcionarios acusados de corrupción, ni por el bloqueo a las reformas políticas o el intento  de destituir a magistrados del Tribunal Constitucional mediante una acusación constitucional detenida por la CIDH o la campaña de presiones para la salida del ex Fiscal de la Nación Pablo Sánchez que provocó vigilias de fiscales en todo el país.

Nada de eso sustenta la disolución del Congreso, debiendo analizarse los hechos acontecidos en base a lo que estipula la Constitución y verificarse si fue correcta la aplicación del artículo 134 de la Constitución, respecto a lo que se ha llamado incorrectamente la “negación fáctica” de la cuestión de confianza. Algunos juristas señalan que no se negó la confianza al Consejo de Ministros pues el pleno del Congreso la otorgó expresamente. Es verdad, se votó positivamente la cuestión de confianza la tarde del 30-S, pero debemos tener en cuenta que la relevancia constitucional no puede negar la realidad de lo acontecido en el caso.

Creo en primer lugar que es un error del presidente de la República referir o haber creado coloquialmente el concepto de negación fáctica. Dicha expresión no está recogida en el decreto de disolución y fue expresada por el presidente en su mensaje al país. Sin embargo, en el debate constitucional  lo que debe analizarse son los instrumentos jurídicos: el pedido de confianza del primer ministro, el decreto de disolución y los actos aprobatorios y denegatorios determinados por el pleno del Congreso.

En primer lugar, está demostrado que la confianza fue solicitada por el presidente del Consejo de Ministros. Formalizó el pedido por escrito y lo presentó discursivamente en  el propio Hemiciclo del Congreso, a pesar de la insólita decisión de la mesa directiva de impedir en una primera instancia el ingreso del Gabinete, en clara violación del artículo 129 de la Constitución. En términos de formalidad y oportunidad se cumplió con lo que establece la Constitución.

La cuestión de confianza estaba dirigida a modificar la forma de elección de los magistrados del Tribunal Constitucional, mediante una iniciativa legislativa. El planteamiento del primer ministro era claro y tenía las herramientas jurídicas para detener el proceso que el Congreso había decidido efectuar esa mañana. Pero era evidente también que la mayoría del Congreso tenía un objetivo distinto.

Un punto central para el análisis constitucional fue la presentación de una cuestión previa. Creo que esta es la clave para entender la denegatoria de confianza, pues esta cuestión previa  tenía por objeto detener la elección, precisamente, para que se atienda primero la cuestión de confianza formulada por el primer ministro y para que la agenda sea solo debatir este punto. La moción rezaba que el pleno debía  “Cancelar y dejar sin efecto la elección de magistrados programada para el pleno del 30 de setiembre de 2019 y poner como único tema de agenda el planteamiento de la cuestión de confianza en los términos expuestos por el oficio  No. 231-2019-PCM/DM”.

Este aspecto era sumamente lógico pues si se continuaba con la agenda prevista por el Congreso para la elección de los magistrados del TC, era obvio que la cuestión de confianza sería expresamente rechazada.

Los que critican la mal llamada negación fáctica, señalan que la cuestión de confianza debe votarse conforme al artículo 132 de la Constitución, concordante con el artículo 82 del Reglamento del Congreso. Es más, señalan que dicha cuestión de confianza planteada por el Presidente del Consejo de Ministros fue votada en la tarde de aquel 30-S, por lo que el Congreso cumplió con darle trámite y otorgarle la confianza; en ese sentido, concluyen que la disolución es improcedente y, por ende, inconstitucional.

Pero lo que se omite señalar por parte de los que cuestionan la disolución es que por la mañana se votó la cuestión previa que por conexión directamente rechazó el contenido de la cuestión de confianza. La cuestión previa, pese a ser un instrumento distinto, reitero, contenía el pedido de confianza del Consejo de Ministros.

En ese sentido, no ha existido una negación fáctica de la cuestión de confianza, sino que mediante una votación de 80 congresistas, se rechazó la misma al no aprobarse la cuestión previa, lo que implicó un rechazo a la cuestión de confianza. Inclusive luego de esta votación por si quedasen dudas sobre el rechazo a la cuestión de confianza, el Congreso procedió a la elección de los magistrados.  En derecho las cosas se analizan conforme a su naturaleza y no con el rótulo que se quiera ponerle.

El propio decreto de disolución invoca este punto al señalar que “Por esta negativa de suspender el procedimiento de selección de magistrados […] el Congreso negó la confianza presentada por el Presidente del Consejo de Ministros […]”. Esta negativa ocurrió mediante dos votaciones (la cuestión previa y la elección de un magistrado), por lo que deben tenerse en cuentas los eventos en su integridad.

Algunos dirán, que la cuestión previa es diferente a la cuestión confianza y, en efecto, son institutos diferentes. Pero no puede obviarse que ambos trataban el mismo tema de fondo y esa era la sustancia constitucional de la controversia. No atender esta particularidad esencial es vaciar de contenido la atribución constitucional de la cuestión de confianza.

De otro lado, se ha señalado siguiendo el análisis de la forma y no la sustancia, que la disolución es inválida pues no fue aprobada por el Consejo de Ministros en pleno. No existe norma que establezca que debe ser el Consejo de Ministros saliente el que lo haga, por lo que solo es aplicable la obligación del refrendo ministerial establecido en el artículo 120 de la Constitución, situación que se cumplió para otorgar legitimidad al decreto. Probablemente hubiera sido deseable, hubiera sido mejor, pero eso no anula la decisión presidencial.

En aplicación al principio de corrección funcional, el intérprete constitucional debe considerar que no se pueden desvirtuar las competencias y funciones que la Constitución ha asignado a cada uno de los órganos constitucionales. No procede que los institutos constitucionales se desnaturalicen, como se pretendió en este caso, al continuarse con un procedimiento de elección de magistrados pese al pedido expreso para detenerlo por parte del Consejo de Ministros planteado como cuestión de confianza. La votación que rechaza detener este proceso es la negación expresa (no fáctica) de la cuestión de confianza.

Es evidente que el Congreso quiso jugar con la legalidad. Quiso decir sí, cuando era no. Quiso guardar la forma, cuando el contenido lo negaba todo. La consecuencia es que no puede interpretarse la Constitución de una manera arbitraria y afectar una potestad constitucional del Poder Ejecutivo; por esta razón la disolución emergió como una potestad legitimada fáctica y jurídicamente.

En todo caso queda la vía del proceso competencial, que sugiero usar por ser lo más sano para terminar esta discusión. Si esto no es posible siempre será el próximo Congreso quien ratifique los hechos históricos que nos tocó vivir.

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