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COVID-19, crisis sanitaria y retos del Derecho Civil: Entre la fuerza vinculante y la adecuación de los pactos contractuales

COVID-19, crisis sanitaria y retos del Derecho Civil: Entre la fuerza vinculante y la adecuación de los pactos contractuales

A propósito del reciente debate sobre el incumplimiento de las obligaciones por los efectos del estado de emergencia, el equipo de investigación de Gaceta Civil & Procesal Civil entrevistó al profesor Leysser León. El reconocido especialista aborda los retos del Derecho Civil frente a los conflictos jurídicos sobrevenidos con la propagación de la COVID-19 y las medidas gubernamentales para contener la pandemia. Así, a lo largo de la entrevista, comenta diversos temas como el incumplimiento de los contratos, solidarismo contractual, renegociación vs. excesiva onerosidad, la obligación de mantener al arrendatario en el uso del bien, intervención estatal en los contratos y la problemática de la contraprestación a los colegios privados.

Por Redacción Laley.pe

lunes 27 de abril 2020

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1. Profesor León, ¿por qué la pandemia de la COVID-19 se presenta, en el campo jurídico, como una época de interés renovado por el Derecho Civil?

Vuestra pregunta da por sentado que ese reverdecimiento existe. Tal vez ustedes lo deducen de las semanas que tenemos leyendo y escuchando opiniones de expertos de las distintas áreas jurídicas, del derecho tributario al derecho laboral, del derecho procesal al derecho regulatorio, todas las cuales coinciden en referirse a dos instituciones civilistas: la fuerza mayor y el cambio de circunstancias en el cumplimiento de obligaciones. Si mi apreciación es correcta, suscribo el dictamen. La atención cobrada por esta rama en un momento tan difícil para todos no hace más que comprobar el papel central de sus reglas –las del Código Civil, en especial– como estatuto, régimen u ordenamiento jurídico de las relaciones entre los ciudadanos. El Derecho Civil es el marco jurídico básico y general del desenvolvimiento e interacción de los individuos. Cada momento de nuestra vida es gobernado por sus preceptos.

Ahora bien, admitida esa vistosidad, tal vez no exista una mejor ocasión que esta para reflexionar seriamente sobre el papel de los estudiosos del Derecho Civil frente a la problemática jurídica relacionada con la COVID-19. En uno de los mejores trabajos que he leído en estos días, el profesor Claudio Scognamiglio, de la Università di Roma “Tor Vergata”, nos insta a meditar sobre nuestra tarea, para no avivar con polémicas o construcciones doctrinales, por ejemplo, los conflictos contractuales originados por la incidencia de la legislación emitida por la emergencia sanitaria. Él opina que deberíamos aunar esfuerzos para contener, más bien, las disputas que podrían desencadenarse cuando esta difícil etapa sea superada (C. Scognamiglio, L’emergenza Covid 19: Quale ruolo per il civilista?, en https://giustiziacivile.com, editorial del 15 de abril del 2020).

Los exponentes de las otras especialidades también tienen un compromiso esencial, desde luego: el de informarse sobre las nociones institucionales del derecho civil. Muchas veces estas se juzgan adquiridas e interiorizadas por el solo hecho de tener un título para ejercer la abogacía, como si fueran reminiscencias, según la teoría platónica del conocimiento innato (Platón, Menón, trad. De F. J. Olivieri, en Id., Diálogos, tomo II, Madrid, Gredos, 1987, p. 302 y s.). Debe erradicarse la mala costumbre de hacer del derecho civil y de sus reglas un banco de argumentos para toda interpretación imaginable. Con ese objetivo, el estudio de la historia y la comparación jurídica crítica pueden iluminar nuestra lectura de la triste y compleja situación que atravesamos.

 2. ¿De qué manera sería relevante la historia cuando nos hallamos –salvo que Ud. opine lo contrario– ante un hecho sin precedentes?

La historia importa porque las experiencias son cíclicas. Hablo, para ser precisos, de la historia universal, y no solo de la peruana. Un amigo, abogado destacado, me hizo un comentario similar: que nunca habíamos visto algo como esto. No le falta razón, pero si nos circunscribimos al derecho civil, no hay que olvidar que nuestra codificación es un compendio de normas elaboradas en el viejo continente, donde las crisis epidémicas se han sucedido en el curso de los siglos. Es improbable que las reglas sobre teoría del riesgo o imposibilidad de la prestación, que han circulado desde el otro lado del Atlántico hacia Latinoamérica, desde el Ochocientos hasta hoy, no estén impregnadas de las calamidades acontecidas en Europa, sin excluir, por supuesto, los grandes conflictos bélicos.

Recordemos, por ejemplo, la situación de Florencia, azotada por la peste bubónica en la primera mitad del siglo XIV, y descrita por Boccaccio en las primeras páginas de su obra cumbre (Decameron, al cuidado de R. Marrone, Roma, Newton Compton, 1995, p. 21-22). Los ciudadanos pasaban los días confinados. Se temía al contagio en las calles, al interactuar con los enfermos o con solo por tocar la ropa de estos, a los que ni siquiera se podía atender ni acompañar en sus últimos momentos. Las honras fúnebres y sepelios estaban restringidos, lo que causaba gran dolor a los deudos, impedidos de despedir a sus seres queridos según los ritos cristianos. Boccacio refiere, por coincidencia, que el mal se originó en “el Oriente” (ivi, p. 17). Hoy se sabe, en efecto, que extensas regiones de Asia Central, dominadas por el imperio mongol, estaban infestadas en aquella época, y existen documentos que rinden cuenta, con exactitud, del momento de su llegada a Europa en 1347, por Sicilia, traída por marineros de la flota de la Serenissima Repubblica di Genova, desde una de sus colonias en la península de Crimea: la ciudad de Cafa (hoy Feodosia, Ucrania) en la costa norte del mar Negro (R. S. Gottfried, The Black Death. Natural and Human Disaster in Medieval Europe, Nueva York, The Free Press, p. 36 y s.). Un gran pensador contemporáneo opina que Boccacio nos ha legado un recuento equiparable al de “un corresponsal que se hubiera aventurado en la primerísima línea de frente”, y que con la “importación mortífera”, Europa descubrió, fatalmente, los “efectos colaterales” del comercio, pero a la vez, “de las acciones en general” (P. Sloterdijk, El Renacimiento permanente. La novella italiana y las noticias de la Modernidad, en Id., ¿Qué sucedió en el siglo XX?, trad. de I. Reguera, Madrid, Siruela, 2018, p. 121, 126-127).

También sorprenden las similitudes con la “gran plaga” de Londres, en el siglo XVII, que inspiró una famosa novela de Defoe. La economía fue duramente golpeada por el cierre de establecimientos, la paralización del transporte y el desempleo provocado por la ruina de la industria y comercio. La gente, cuyo estado mental es pormenorizado por el autor de Robinson Crusoe en varios pasajes, fue presa de la resignación e infringió, en masa, las reglas de inmovilización. Estas inconductas temerarias, fruto del desaliento general, dieron lugar a que las infecciones y la mortalidad aumentaran, y casi la cuarta parte de la población londinense pereció (D. Defoe, A Journal of the Plague Year, Nueva York, Thomas Y. Crowell & Company, 1904, p. 202).

La evocación de pasajes literarios, basados en hechos reales, puede continuar, en fin, con Manzoni, que, en Los Novios, representa la peste de Milán de 1630. La subestimación de la virulencia del mal, el ocultamiento de los contagiados, y la negativa de los médicos y funcionarios de sanidad a reconocer la infestación de la ciudad, tienen eco, también, en actos imprudentes, pronunciamientos inexactos y contravenciones de los que hemos sido testigos, actualmente, en nuestro país (A. Manzoni, I promessi sposi, Florencia, La Nuova Italia, 1970, cap. XXXI, p. 571 y s.).

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También en el Perú hemos padecido plagas, por cierto. “En la historia de la conquista y de la colonización del Perú, preciso es tomar muy en cuenta el fenómeno de las epidemias que ellas propagaron o que de ellas surgieron para valorizar la brutal caída en el número de la población indígena, al lado de los efectos causados por las guerras o por la opresión”, escribió Jorge Basadre (El azar en la historia y sus límites, Lima, Ediciones P. L. V., 1973, p. 24). Sobre la epidemia de peste bubónica de inicios del siglo XX, la información consta en documentos oficiales que podrían pasar por literatura del realismo mágico. En un boletín del Ministerio de Fomento se explicaban los antecedentes de la enfermedad, como preámbulo de las medidas sanitarias que tenían que adoptarse contra ella, que había llegado desde Tailandia, y contra la cual tuvimos que batallar tres décadas. Si se estudia esa triste etapa de nuestra historia se comprueba que la precariedad de los centros de salud, la desprevención del personal sanitario, los desatinos de los líderes políticos, la culpabilización de las víctimas y la corrupción de funcionarios no son, en absoluto, un flagelo de hoy, sino una constante que nos identifica y condena (M. Cueto, La ciudad y las ratas: La peste bubónica en Lima y en la costa peruana a comienzos del siglo veinte, en Histórica, vol. XV, N° 1, 1991, p. 1 y ss.; Id., El regreso de las epidemias. Salud y sociedad en el Perú del siglo XX, Lima, Instituto de Estudios Peruanos, 1997, p. 25 y s.).

En aquel boletín —con expresiones despectivas, que se difundieron y ocasionaron varios episodios de violencia contra inmigrantes asiáticos y sus familias— se informaba que la peste era originaria “de los países de la raza amarilla, a donde la civilización no ha llegado a penetrar” (C. A. García, La peste bubónica. Preceptos y datos importantes referentes a ella, Lima, Imprenta del Estado, 1903). Hace poco, por las imputaciones y prejuicios que contiene, una columna de opinión de Mario Vargas Llosa sobre la COVID-19 ha sido duramente rechazada por la Embajada de la República Popular China en Lima (M. Vargas Llosa, Piedra de toque: ¿Regreso al Medioevo?, en El País, edición del 15 de marzo del 2020, https://elpais.com/elpais/2020/03/13/opinion/1584090161_414543.html).

Si nos esmeramos en estudiar nuestro pasado, por lo tanto, es seguro que encontraremos experiencias similares a la de hoy, y respuestas rebosantes de vitalidad. No cambia nada que el paralelo con ellas no sea perfecto: tenerlas presente es aleccionador. Una enseñanza de Tullio Ascarelli que mi maestro italiano, el profesor Luigi Corsaro, siempre recordaba era que en el derecho nada puede ser comprendido “si no en su devenir” (L. Corsaro, Culpa y responsabilidad civil: La evolución del sistema italiano, en G. Alpa y otros, Estudios sobre la responsabilidad civil, trad. de L. León Hilario, Lima, ARA Editores, 2001, p. 139). Hoy se habla tanto de que estamos sometidos a medidas extraordinarias y “de guerra”, ¿no es verdad? ¿Se ha pensado en el valor concienciador, pedagógico, de la memoria nacional? ¿En lo que demandó socialmente, por ejemplo, la reconstrucción del país después de la Guerra del Salitre, o de la derrota de Sendero Luminoso y el MRTA? En sus Memorias, el gran Mariscal del Perú, Andrés Avelino Cáceres, pedía a las nuevas generaciones no olvidar el patriotismo y coraje de sus breñeros, pero tampoco las funestas consecuencias de la desunión de los peruanos, ni la indolencia de su clase dirigente (A. A. Cáceres, Memorias de la Guerra del 79, Lima: Biblioteca Militar del Oficial, Ejército Peruano, 1976, p. 252). El individualismo y la ausencia de preocupación por el semejante son característicos de esta época, erizada de dificultades, que vivimos.

3. Ud. habló de comparación. ¿Estudiar el derecho de otros países no nos expone a seguir, sin más, las experiencias que se comparan?

Una visión utilitaria de la comparación jurídica haría hincapié, por supuesto, en que los problemas jurídicos que nos agobian ahora han sido afrontados, y en muchos casos resueltos ya, en aquellos países cuyos modelos normativos hemos hecho nuestros. Yo hablo, en cambio, de una comparación “crítica”, o sea, enfocada, primariamente, en los aspectos socioculturales de la producción del derecho de cada país (E. Örücü, The Enigma of Comparative Law – Variations on a Theme for the Twenty-First Century, Dordrecht, Springer-Science+Business Media, 2004, p. 203 y s.). Estar informados sobre lo que ocurre en el exterior no debería servir de mero estímulo para copiar, por ejemplo, la legislación de emergencia de Alemania, Italia o España. La creación del derecho patrio –como se reclama desde hace décadas– debe ser endógena: las normas nacionales tienen que ser “expresión de las tendencias del pueblo en que imperan” (O. Miró Quesada de la Guerra, La nacionalización del derecho por la extensión universitaria, en Revista Universitaria, año VIII, Lima, 1913, p. 591). La sola circunstancia de seguir las noticias, ahora, sobre la situación de países, donde la transgresión ciudadana no es desbordante, nos debería poner en guardia frente a la imitación de leyes concebidas para realidades distintas. La transgresión, la “brecha entre la ley y el hábito”, como ha revelado un gran exponente de nuestra sociología, identifica, por el contrario, el orden social en el Perú (G. Portocarrero, Rostros criollos del mal. Cultura y transgresión en la sociedad peruana, Lima, Red para el Desarrollo de las Ciencias Sociales en el Perú, 2010, p. 280 y s.).

Lo ocurrido con uno de los primeros dispositivos emitidos en el escenario contemporáneo va a quedar como recuerdo de cómo no elaborar las normas jurídicas: el Decreto Supremo N° 044-2020-PCM, del 15 de marzo, que reprodujo ampliamente la normativa española, del Real Decreto 463/2020, emitido tan solo veinticuatro horas antes, donde se utilizan expresiones que, a primera vista no deberían dar pie a problemas de interpretación (el “retorno a la residencia habitual”, por ejemplo), pero en cuya importación no se tuvo en cuenta quiénes iban a ser los funcionarios que interpretarían y aplicarían la ley, es decir, las fuerzas policiales y militares. En un caso que conozco, a una familia que retornaba a Lima, desde el sur de la ciudad, se le impidió proseguir el camino, porque venía de “su casa” (de playa), a pesar de que su “domicilio” estaba en la capital, según sus documentos de identidad, y del dictado del Código Civil que, como se sabe, define al domicilio como “residencia habitual en un lugar” (artículo 33). Tampoco nos ha ido mejor, sin embargo, cuando hemos tratado de ser originales: ahí está, para recordárnoslo, el Decreto Supremo N° 057-2020-PCM, del pasado 2 de abril, que nos deparó una semana de circulación de personas “por género”. Sí concuerdan con nuestra idiosincrasia, en cambio, las sanciones económicas dispuestas en el Decreto Supremo N° 006-2020-IN, contra los que incumplan el aislamiento social obligatorio. Recién con disposiciones como esta puede hablarse de un derecho “efectivo”, al menos en teoría (L. León Hilario, El negocio jurídico en el Perú. Problemática y desafíos de una categoría jurídica importada, en Gaceta Civil & Procesal Civil, N° 78, Lima, 2019, p. 200-201).

4. ¿La desunión a la que Ud. se refiere puede corregirse con el solidarismo contractual, al que se han referido, a propósito de la crisis sanitaria, expertos como el profesor Rómulo Morales Hervias?

La solidaridad es una palabra con significado moral y jurídico. Según el primero, representa el valor del apoyo y asistencia entre los seres humanos. El reenvío que Morales Hervias propone es al segundo significado: a modelos jurídicos foráneos, en los cuales la solidaridad se ubica en el plano de la legalidad –de la constitucionalidad, en el caso de Italia–, y a sus respectivas tendencias jurisprudenciales, que él conoce muy bien.

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Uno de los más grandes juristas italianos de todos los tiempos, Luigi Mengoni, enseñaba que, en sentido jurídico, actuar solidariamente es hacerse cargo del bien común, aunque sea en mínimo grado al ejercer las libertades individuales: evitar “perseguir el interés individual propio en sentido contrario a la utilidad social, al interés general en el respeto de la seguridad, de la libertad y de la dignidad humana” (L. Mengoni, Fondata sul lavoro: La Repubblica tra diritti inviolabili dell’uomo e doveri inderogabili di solidarietà, en Id., Scritti, I, Milán, Giuffrè, 2011, p. 144). Esta precisión es fundamental, especialmente para nosotros, ahora que se ha vuelto cotidiano ver cómo el llamado, reiterado, del Gobierno a la “solidaridad” de los ciudadanos frente a la pandemia, es transformado por algunos, con actitud irresponsable, en un derecho a la corrección unilateral o judicial del contenido de los contratos. El propio Mengoni, quien fue magistrado del Tribunal Constitucional, indicaba que la única forma de plasmar la solidaridad en concretos deberes jurídicos era mediante la intervención del legislador (ivi, p. 143). Y lo afirmaba en un país, donde, como señalé, la Constitución (artículo 2) impone a todos los ciudadanos el cumplimiento de “deberes inderogables de solidaridad política, económica y social”. El comportamiento solidario es un imperativo moral, deseable, pero infrecuente en los seres humanos. Para hacer de él una pauta, el impulso debe ejercerlo la ley.

Con semejante punto de apoyo, en la Carta Política, la Corte di Cassazione italiana ha podido concluir, por ejemplo, en una sentencia del 2009, que los jueces tienen la potestad de intervenir en los contratos para prevenir el abuso del derecho: para modificar o adecuar sus términos, a fin de balancear, equitativamente, los intereses de las partes. Fue en un sonado caso, donde se dejó sin efecto, a pesar de estar pactado, el desistimiento unilateral, sin expresión de causa, ejercido por Renault, en contra de sus casi 200 concesionarios de ventas de automóviles en Italia (N. Lipari, Intorno alla “giustizia” del contratto, Nápoles, Ed. Scientifica, 2008, p. 41 y s.).

En cambio, en nuestra Constitución, la solidaridad solo es mencionada en el artículo 14, segundo párrafo, como un valor fomentado por la educación. Es claro que no se refiere a la solidaridad jurídica.

Si la solidaridad es el concepto central de una doctrina, se habla de solidarismo. Es lo que ocurre en Francia, por influencia de la teoría “social” del contrato. El año pasado, en el Congreso de Derecho Civil Patrimonial por el Centenario de la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica del Perú, la jurista colombiana, formada en Francia, Mariana Bernal Fandiño, dictó una conferencia sobre el tema, por ella tratado en otras investigaciones anteriores (por ejemplo, El solidarismo contractual especial referencia al derecho francés–, en Vniversitas, N° 114, Bogotá, 2006, p. 15 y s.).

En Francia y en Italia, en especial –no tanto en Alemania, donde el concepto clave es la “buena fe”–, el solidarismo es una verdadera guía de lectura, correctiva si fuere el caso, de los contratos. Es un criterio para deducir estándares ideales de conducta de las partes en ciertas situaciones, por ejemplo, al negociar un acuerdo o al ejercer los mecanismos de tutela de sus derechos. Por eso no es de extrañar que, en el ámbito contractual, la “causa” –tema en el que Morales Hervias es nuestro principal experto– haya sido el instrumento conceptual que por muchas décadas hizo viable la revisión, excepcional, de los compromisos de las partes, en el supuesto, por ejemplo, de la alteración, sin culpa de ellas, de las premisas fácticas de los pactos establecidos. Se ha hablado, en tal sentido, de un reequilibrio o moralización “causalista” de los contratos, por decisión del legislador o dictamen judicial (J. Rochfeld, Les grandes notions du droit privé, París, PUF, 2011, p. 431 y s.), y de “justicia contractual” (R. Cabrillac, Droit des obligations, 12ª edición, París, Dalloz, 2016, p. 92; en la doctrina italiana, G. D’Amico, “Giustizia contrattuale” nella prospettiva del civilista, en Diritti Lavori Mercati, 2017, p. 253 y s.). Son, como se aprecia, expresiones de evidente connotación axiológica, que, con facilidad, pero también con ligereza, han sido reproducidas en las opiniones de abogados de todo el orbe. 

Con la reforma del derecho de contratos del Código Civil francés, del 2016, se formaliza la apertura a la intervención jurisdiccional para la revisión de los pactos, en línea con dos afamados proyectos de armonización del derecho contractual europeo: los Principios del Instituto Unidroit y los Principios de la Comisión Lando, pero al precio de eliminar la causa de la bicentenaria normativa napoleónica. Ahora son normas específicas las que tratan la cuestión del cambio de las circunstancias originales de los contratos. En Italia se ha pensado seguir el mismo camino, en una reforma del Código Civil de 1942 que está en curso desde el 2019, sin tocar la causa, pero con declarada conciencia de que las reglas vigentes no conceden, a la parte afectada por la excesiva onerosidad sobrevenida de la prestación a su cargo, el derecho a obtener, en concreto la rectificación equitativa de las condiciones contractuales (Disegno di legge, Delega al Governo per la revisione del Codice civile, presentado al Senado de la República, XVIII Legislatura, por el Presidente del Consejo de Ministros y el Ministerio de Justicia, 19 de marzo del 2019, p. 11-12).

¿Cómo operaba la causa? Eso es lo que interesa analizar si la comparación se realiza en un país donde la renegociación no está instituida en la ley y ha merecido escasa atención de nuestros estudiosos (véase, sin embargo, E. Buendía, La renegociación y la revisión del negocio jurídico como los nuevos remedios en el contrato de obra: Una solución al problema de los riesgos imprevisibles desde una perspectiva comparada, en Thémis-Revista de Derecho, 2ª. época, N° 70, Lima, 2017, p. 165), pero donde sí existe —no hay cómo negarlo— un bando de doctrina “causalista”, para el cual la solución de las disputas contractuales ligadas a la emergencia sanitaria no podrá prescindir de este concepto, a pesar del silencio del Código Civil en torno a él, que permite predecir las dificultades que enfrentarían los jueces y árbitros que adoptaran dicho parecer para dilucidar el sustento legal de sus decisiones.

En el derecho francés anterior a la reforma, la determinación de la causa de cada contrato estaba confiada a los jueces. En un precedente famoso, el “caso Chronopost”, de 1996, se declaró ineficaz la cláusula de exoneración de responsabilidad de una empresa de correo rápido, según la cual esta no respondía frente al cliente por los daños ocasionados si la entrega no se realizaba. De acuerdo con el fallo, esa cláusula no suponía solamente una liberación, inadmisible, de responsabilidad civil, sino que negaba el compromiso mismo de entregar la correspondencia, o sea, de la causa de “ese” contrato (J. Ghestin, Cause de l’engagement et validité du contrat, París, LGDJ, 2006, p. 181 y s.). Al ser un concepto polisémico, los contrapuntos académicos sobre la causa no tenían fin y su noción variaba con cada autor. Esta y otras razones explican la decisión legislativa de desterrar la causa del Código de Napoleón, por las soluciones que propició en el pasado.

Pasemos a un caso italiano. Una pareja de esposos contrató un paquete turístico en una agencia de viajes, y antes del inicio de la ejecución de las prestaciones de esta última, uno de los clientes falleció. La empresa se negó a restituir al supérstite la suma abonada por anticipado. Argumentó que la prestación todavía era posible respecto de éste, y que la reserva hotelera no se podía cancelar. En este caso, la justicia itálica determinó que, con la muerte sobrevenida de uno de los acreedores del servicio, la causa del contrato había desaparecido, y que no existía fundamento, por lo tanto, para que la agencia o la cadena hotelera conservaran la suma recibida con anticipación (L. Barbiera, Risoluzione per impossibilità sopravvenuta e causa concreta del contratto a confronto, en I contratti, 2008, p. 791 y s.). Sin perjuicio de este pronunciamiento, la “adecuación” del contrato con el recurso a la noción de causa, y al criterio del solidarismo contractual es un avance reciente de la jurisprudencia italiana (P. Gallo, voz Revisione del contratto ed equilibrio sinallagmatico, en Digesto delle discipline privatistiche, Aggiornamento XII, Turín, Utet, 2019, p. 380 y s.). En dicho ordenamiento costó mucho aceptar, por ejemplo, la potestad de los jueces para reducir de oficio la cláusula penal (N. Lipari, Intorno alla “giustiziadel contratto, cit., p. 39 y s.).

Al margen del valor comparativo que pueden tener estos ejemplos, y con el cuidado, más aún en esta época, de seguirlos al pie de la letra, lo que deberíamos preguntarnos es si en el Perú, en situaciones similares, las soluciones serían las mismas, dado que muchas de nuestras normas son idénticas por la recepción del derecho extranjero en nuestro país. Sin embargo, ello no eximiría de la tarea de verificar si nuestra legislación importada puede ser tomada como base para pronunciamientos equivalentes, al hallarnos en un contexto donde el primer punto de referencia, si no es que el único, es la regla de la obligatoriedad de los pactos contractuales, consagrada en el primer párrafo del artículo 1361 del Código Civil: “Los contratos son obligatorios en cuanto se haya expresado en ellos”. Estas fases precedieron, justamente, los cambios de la jurisprudencia más allá de nuestras fronteras, y no es recomendable saltar etapas, pues lo que está en juego, en el fondo, es la seguridad jurídica y el respeto de la palabra dada. Finalmente, se debería evaluar si la sociedad civil peruana estaría dispuesta a confiar la decisión de asuntos tan complejos a los órganos jurisdiccionales.

No creo, por otro lado, que este dilema se resuelva –y viene al caso mencionarlo–, con la resurrección legal de la “causa” como requisito de validez de los negocios jurídicos, como se propone en el Anteproyecto de reforma del Código Civil de la Comisión del Ministerio de Justicia presidida por el profesor Gastón Fernández Cruz, publicado en agosto del año pasado. En el Perú, distintamente de lo acontecido en Francia e Italia, la causa ha gozado de presencia en la doctrina, pero jamás en la práctica jurisprudencial, como herramienta conceptual para imponer la justicia contractual. Si el legislador desea que así sea, tendrá que delinear un concepto general de causa, y delegar jueces y árbitros solo la labor de determinarla en concreto. Frente a estas interrogantes sin respuesta, ni siquiera estoy seguro de que los conflictos que el COVID-19 pueda originar tengan que ver, preeminentemente, con el contrato en general. Su problemática pertenece más al campo de las obligaciones: las obligaciones genéricas, la imposibilidad, el cumplimiento inexacto, el resarcimiento de los daños por incumplimiento, etcétera.

El nuevo artículo 1195 del Código Civil francés faculta a la parte afectada por la excesiva onerosidad sobrevenida de la prestación a su cargo a pedir a la otra la renegociación de los términos contractuales. Irónicamente, se ha comentado que ese “derecho” siempre ha existido, sin necesidad de consagración legal (M. Fabre-Magnan, Droit des obligations, 1, Contrat et engagement unilatéral, 5a edición, París, PUF, 2019, p. 613). El legislador francés se cuida de precisar que durante la renegociación las obligaciones deben seguirse cumpliendo. ¿Cómo juzgar, si se toma en cuenta el equilibrio legal de las posiciones de los contratantes logrado por los reformadores franceses, las opiniones de abogados peruanos que, alejándose del recto criterio, se han propuesto el objetivo de justificar el incumplimiento o la modificación de las prestaciones no afectadas por el cambio de circunstancias? Se ha echado mano hasta a la filosofía, de los griegos a Cicerón, y a la religión, de la prédica cristiana a la doctrina tomista, para disfrazar de “ilustrados” los más variopintos sinsentidos y despropósitos. Mejor sería para esos colegas remitir a una obra dramatúrgica, de crítica social, de Dario Fo, premio Nobel de Literatura, donde un supermercado es asaltado por un grupo de mujeres que, enojadas por el aumento de los precios de los víveres, se los llevan sin pagarlos o pagando menos, de acuerdo con su propio arbitrio, porque consideraban que era “justo” (D. Fo, Non si paga! Non si paga!, en Id., Teatro, al cuidado de F. Rame, Turín, Einaudi, 2000, p. 613 y s.). Fo cuenta que la trama de su libreto era surreal, fantástica, pero que, a pocos meses de poner la obra en escena, en Milán, en tiempos de gran inflación en Italia, lo imaginado se volvió realidad. Los infractores, obviamente, terminaron arrestados y enjuiciados (ivi, p. 615).

En el nuevo régimen francés –para no dejar el tema inconcluso– si la renegociación falla, el contrato puede terminar por mutuo disenso, o se puede pretender, si ambas partes convienen en ello, la adecuación de sus términos en vía jurisdiccional. Si, promovida una renegociación, el acuerdo no se concreta dentro de un plazo razonable, se puede pedir a los juzgadores que revisen el contrato o le pongan punto final, bajo las condiciones que ellos establezcan (A. Bénabent, Droit des obligations, 18ª edición, París, LGDJ, 2019, p. 261-262). Es un camino bastante intrincado, ¿no les parece? Hace unos días, en la parte conclusiva de un seminario virtual sobre contratación y COVID-19, organizado por Pietro Sirena, con el auspicio de la Università Bocconi de Milán, una docente francesa mencionó al Código de su país como ejemplo de acogida normativa de la renegociación, pero no sin admitir que, debido a las tantas hipótesis y efectos previstos en la ley, la judicialización de los conflictos por cambio sobrevenido de las circunstancias, quizás contra la voluntad de los reformadores, no estaba descartada.

5. Lo que acaba de señalar no concuerda con otras opiniones relativas a este tema, donde la perspectiva predilecta parece ser la de la teoría del contrato, por ejemplo, cuando se postula la aplicación de las reglas de la excesiva onerosidad de la prestación.

Ese es un error grave, que revela el desconocimiento del sentido y fines de esta institución, que, en el Perú, por lo demás, es objeto de un régimen que la esteriliza por completo, no solo en casos como los que hoy convocan a tanto opinante –algunos de cuales han hecho del error y desinformación mediática un verdadero apostolado– sino en cualquier situación, tal como lo demuestra su invisibilidad jurisprudencial en más de tres décadas de vigencia del Código Civil. He revisado este tema, a propósito de vuestra entrevista, y he verificado que, en los últimos quince años, las sentencias casatorias de la Corte Suprema donde la excesiva onerosidad es mencionada no llegan a 10. Solo en dos de esos pronunciamientos se exponen consideraciones conceptuales u operativas sobre la figura. En ninguno de los casos se declaró fundada la demanda. Si una institución jurídica no es aplicada, es como si no existiera: no supera el inapelable test de la “efectividad”. Aquí vale la pena recordar una opinión de Jacques Derrida: “Para ser justa, la decisión de un juez […] no debe solo seguir una regla del derecho o una ley general, sino que debe asumirla, aprobarla, confirmar su valor mediante un acto de interpretación que vuelva a instaurarla, como si la ley no existiera con anterioridad, como si el juez la inventara él mismo en cada caso” (Del derecho a la justicia, trad. de A. Barberá, en Id., Fuerza de ley. El fundamento místico de la autoridad, 3ª edición, Madrid, Tecnos, 2018, p. 52). Ese es el derecho “efectivo” que debemos perseguir: que las normas cobren nuevo aliento, se mantengan vivas, con los pronunciamientos jurisdiccionales.

Puesto que prescinde, por ocio o autosuficiencia, de toda consideración sobre los aspectos prácticos de la figura, la propuesta de recurrir a la excesiva onerosidad de la prestación para resolver las controversias contractuales que surgirán de la emergencia sanitaria en el Perú, débil en lo conceptual, termina naufragando inexorablemente.

De las dos sentencias que menciono, la más informativa es CAS Nº 4245-2011 Lima, del 31 de mayo del 2012 (en Sentencias en Casación, Año XVII, Nº 680, suplemento del Diario Oficial El Peruano, edición del 1 de julio del 2013, p. 41503). La Asociación Nacional de Adjudicatarios y Aportantes del Fondo de Vivienda del Ejército demandó que el monto de las obligaciones asumidas por sus asociados en virtud de los contratos de compraventa inmobiliaria celebrados con un ente ligado al Ministerio de Defensa, el Organismo Especial del Fondo de Vivienda Militar del Ejército (ORES-FOVIME) fuesen rebajadas equitativamente, de acuerdo con el artículo 1440 del Código Civil. Expuso que los precios habían sido sobrevalorados, y que, en concreto, las cuotas que debían pagar sus asociados, militares pensionistas, se había incrementado de forma exorbitante por la recesión económica del país, evento que calificó como extraordinario e imprevisto. En su pronunciamiento, la Sala Civil Permanente de la Corte Suprema reconoció como objetivo de la institución la preservación del equilibrio contractual, y enunció los presupuestos de su aplicación, con apego a la ley: (i) que se trate de contratos conmutativos de ejecución continuada, periódica o diferida; (ii) que se presenten acontecimientos imprevisibles o extraordinarios; y (iii) que éstos ocurran con posterioridad a la celebración del contrato. Luego enmendó un error de la instancia inferior en cuanto al término inicial para calcular el plazo de caducidad de la acción, que no se vence mientras la alteración sobrevenida se mantenga. Finalmente, desestimó el recurso de casación, por considerar que no existía relación de causalidad entre el supuesto evento extraordinario e imprevisible y la cuantía de los precios a pagar, la cual era conocida por las partes desde el momento de celebración del contrato. Llama la atención que, en otro proceso seguido contra la misma entidad, y que también llegó en casación a la Corte Suprema, el ajuste de valor haya sido pretendido, nuevamente sin éxito, con fundamentos de lesión contractual (CAS Nº 3101-2011-Lima, del 20 de agosto del 2013, en Sentencias en Casación, Nº XVII, Nº 687, suplemento del Diario Oficial El Peruano, edición del 2 de enero del 2014, p. 46751)

Que la excesiva onerosidad sobrevenida de la prestación no tiene ninguna relevancia en este contexto se explica con tres argumentos principales.

En primer lugar, el modelo del Código Civil peruano hiere de muerte la plantilla italiana sobre l’eccessiva onerosità. Nuestro Código dice que, frente a la excesiva onerosidad por acontecimientos extraordinarios e imprevisibles, la parte perjudicada puede pedir al juez que reduzca o aumente la contraprestación. Hasta ese punto, los regímenes se asemejan. Pero a renglón seguido, el legislador nacional establece que, si la reducción o aumento no fuesen posibles, “o si lo solicitara el demandado”, el juzgador decidirá la resolución del contrato. En otras palabras, la posición privilegiada es la de la parte cuya prestación está libre de la incidencia de los eventos sobrevenidos, la cual puede rechazar el ajuste y, a su conveniencia, propiciar la resolución del vínculo. Con este marco legal, es imposible que los jueces o árbitros impongan la adecuación de los términos contractuales, a menos que se interprete que la negativa al ajuste, de mala fe, no debe ser admitida. La resolución solo debería habilitarse cuando el sacrificio del demandado sobrepase sus esfuerzos, y le resulte inexigible.

Los codificadores de 1984 –como me contaba, hace años, un miembro de la Comisión Reformadora del Código Civil de 1936, de quien fui alumno– no estaban convencidos de que los pactos pudiesen modificarse ante la excesiva onerosidad sobrevenida de una de las prestaciones. Ellos creían firmemente en el postulado de la obligatoriedad de los contratos, de la “fuerza de ley” de los respectivos compromisos, aunque esta expresión brilla por su ausencia en el Código Civil. Tal vez sea lo justo sea señalar que “buena parte de ellos” tenía esa convicción, y otros no, porque la intervención estatal fue admitida, en el artículo 1355 del Código Civil, que puede ser esencial si el Gobierno toma la decisión, de una vez por todas, de contribuir a la prevención de las disputas que nacerán de la emergencia sanitaria: “La ley, por consideraciones de interés social, público o ético puede imponer limitaciones al contenido de los contratos”. Es común, y errado, sostener que este precepto fue derogado, tácitamente, por el artículo 62 de la Constitución de 1993. A los constituyentes, distintamente de los autores del Código Civil, los animaba, por un lado, el deseo de fomentar las privatizaciones y brindar seguridad extrema a los artífices financieros de la reactivación económica, aun en el caso de los contratos gravosos para el Estado y lesivos de los intereses de todos los peruanos; y por otro, la idolatría del modelo económico neoliberal implantado a comienzos de los 90, que convierte al Estado en un mero “guardián” de la autonomía de los particulares (Chr. Laval y P. Dardot, La nueva razón del mundo. Ensayo sobre la sociedad neoliberal, trad. de A. Diez, Barcelona, Gedisa, 2013, p. 157 y s.) y un garante de la exigibilidad y ejecución de los contratos. Uno de los protagonistas de este sometimiento “constitucional” del derecho a la economía comentó que actuaron pensando en la “anciana que vive con los alquileres de una casa”, en el que “trabajó durante 50 años y tiene una indemnización que la invirtió en un pequeño departamento que le sirve para sobrevivir” y en el “enfermo que con ese arrendamiento está pagando su medicina” (C. Torres y Torres Lara, citado por M. Rubio Correa, Estudio de la Constitución Política de 1993, Lima, Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú, 1999, tomo III, p. 282). Esos pobres argumentos se repiten hoy, a pesar del magisterio de ilustres estudiosos del derecho civil, que declararon firmemente, bajo el renovado marco constitucional, su fe en la adecuación justa del contrato, por los cauces de la codificación vigente (M. de la Puente y Lavalle, El contrato en general, 2ª edición, Lima, Palestra, 2001, tomo II, p. 571 y s.), y, peor todavía, sin prestar atención a una clara tendencia de relativización de la inmutabilidad de los contratos en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional.

En cambio, en la norma italiana, el derecho del perjudicado por el evento sobrevenido es a demandar la resolución del contrato, y ante esa pretensión, la contraparte puede ofrecer la modificación equitativa de las condiciones pactadas. Es, claramente, un modelo que sí promueve el ajuste, al constreñir a la parte a salvo del evento sobrevenido a la aceptación de que los compromisos se adecuen, como reacción ante la posibilidad de que el contrato se extinga. En estos conflictos, el diseño legislativo favorece al demandante, al deudor (R. Sacco, en Id. y G. De Nova, Il contratto, 4ª edición, Turín, UTET, 2016, p. 1682). La política del derecho es nítida, pero no llega a concederse a la parte afectada el derecho de solicitar la adecuación del contrato, ni mucho menos a imponerla.

En sentido contrario a estas directrices del modelo que hemos importado, y a medias, noto que, en algunas comunicaciones cursadas entre empresas y personas naturales peruanas con ocasión de la pandemia, la excesiva onerosidad sobrevenida de la prestación aparece como justificación legal del incumplimiento del pago de las rentas por alquileres o de las pensiones escolares. Estas perspectivas reflejan incluso un desinterés en identificar con exactitud cuál es el evento sobrevenido, que no es la pandemia en sí, sino la intervención del Poder Ejecutivo con sus medidas restrictivas de las libertades fundamentales, y en qué medida cambia “objetivamente” la economía del intercambio, es decir, al margen de la situación económica actual de uno u otro deudor. Si se quiere hablar de una excesiva onerosidad sobrevenida hay que estar seguros de que se ha “alterado la relación inicial de valor entre prestación y contraprestación” (P. Trimarchi, Il contratto: Inadempimento e rimedi, Giuffrè, Milán, 2010, p. 235). En los arrendamientos y pensiones no se ha alterado el valor, lo que han cambiado son las prestaciones mismas, que o no se ejecutan o no se pueden ejecutar regularmente. 

En segundo lugar, para hablar de excesiva onerosidad de la prestación es imprescindible que el compromiso afectado sea posible, pero a un costo mayor. ¿Acaso es “posible” para los arrendadores de locales comerciales abrir sus centros al público o a un gran número de sus inquilinos, o para los colegios recibir en sus instalaciones a su población docente y escolar, y brindar allí sus servicios educativos? ¿Se puede decir que estas prestaciones siguen siendo posibles, pero con un sacrificio o desprendimiento mayor de arrendadores y colegios? No. Las irregularidades en la ejecución de tales prestaciones no generan, por lo demás, responsabilidad para los deudores, al estar fundadas en el factum principis: o sea, en las medidas gubernamentales. ¿Qué tiene que ver esta situación con la excesiva onerosidad de la prestación del que debe pagar? ¿Puede depender la onerosidad de tener o no, circunstancialmente, ingresos, ahorros o respaldo financiero para honrar los débitos propios? Si algunos pueden pagar y otros no, la “objetividad” del evento que ocasiona la onerosidad no está presente (P. Trimarchi, Il contratto, cit., p. 237). Por ello señalé que el enfoque del derecho de obligaciones, área en la que se dirimen los problemas relativos a la imposibilidad, resulta más pertinente que la visión puramente contractualista, aunque no podamos desconocer la evolución que la doctrina sobre el cambio de circunstancias, a partir de la teoría canonista de la cláusula rebus sic stantibus, marcó respecto de las reglas romanas acerca de la imposibilidad (reglas “fallidas”, según J. Gordley, Impossibility and Changed and Unforeseen Circumstances, en American Journal of Comparative Law, Vol. 52, 2004, p. 513 y s.).

En tercer lugar, el Código Civil señala que el evento sobrevenido tiene que cumplir los atributos de la extraordinariedad e imprevisibilidad. Pues bien, si se interpreta de manera restrictiva ese “perfil” legislativo del evento, no nos hallamos ni siquiera ante un caso que coincida con la tipificación normativa de la excesiva onerosidad de la prestación. Lo que caracteriza al factum principis es la irresistibilidad, la impotencia del particular frente a la decisión de la autoridad, que no puede controlar y a la que no puede oponerse. No se puede decir que todos los eventos conexos con el COVID-19 hayan sido imprevisibles, por lo demás, menos todavía en un país como el Perú, donde las medidas de emergencia se toman en función de la lectura que los asesores del presidente Vizcarra tienen de las estadísticas y de las expectativas de la opinión pública, y no del incremento alarmante de los contagios. Que no se pueda hablar de imprevisibilidad respecto de la normativa sobre el COVID-19, y la imposibilidad de hallar respuestas inmediatas en los añosos Códigos Civiles, ha sido una de las causas de la emisión, en distintos países de Europa, de leyes especiales en materia de contratos. La flexibilización de la interpretación del requisito de la imprevisibilidad del evento que desencadena la excesiva onerosidad sobrevenida ha sido propuesta en Italia hace muchos años (F. P. Traisci, Sopravvenienze contrattuali e rinegoziazione nei sistemi di civil e di common law, Nápoles, ESI, 2003, p. 76-77).

En cuarto y último lugar, es absurdo proponer una salida jurisdiccional frente a asuntos como la emergencia sanitaria. En el mundo de los litigios son remotas las posibilidades de llevar a juicio o arbitraje, en general y con éxito, las controversias sobre excesiva onerosidad de la prestación, las cuales no cuentan –como señalé antes– con un respaldo normativo favorecedor. Incluso si se conviene en descartar dicha vía, creo que la última opción para los particulares será promover pleitos por alquileres impagos o pensiones escolares impagas. Distinto es el caso de la contratación pública y de la contratación de naturaleza privada donde una de las partes es el Estado. En este terreno, se puede afirmar que el equilibrio económico entre las prestaciones constituye un principio indiscutido en todo el mundo, a un punto tal que ha sido formalizado en nuestra Ley de Contrataciones del Estado (artículo 2, literal i). Esta consagración tiene un valor emblemático de lo difícil que resulta, en un país como el Perú, solucionar los conflictos en función de principios generales del derecho o costumbres consolidadas. Las leyes contribuyen a disipar la incertidumbre, o esa debería ser una de sus finalidades, por lo menos. Es probable que el arbitraje haya contribuido a corregir el extremo positivismo legislativo de la jurisdicción ordinaria peruana, aunque mi conjetura esté circunscrita –debo precisarlo– a unos cuantos laudos, porque también en la justicia privada se invocan supuestos principios o se mutan principios de interpretación pacífica, en sostén de decisiones contrarias a la ley o a las reglas procedimentales. En un caso judicial, una empresa eléctrica del Estado logró la anulación de un laudo donde el tribunal arbitral había concedido al demandante, un consorcio de empresas, un ajuste de precios por la excesiva onerosidad de la prestación provocada por el alza del dólar. El error de los árbitros fue clamoroso, porque la variación de la cotización de la moneda extranjera es un riesgo que ambas partes comparten, y no se puede hablar de excesiva onerosidad desde la perspectiva de solo una de ellas; pero no es posible anular los laudos por la inexactitud del dictamen. La Corte Superior decretó la anulación, sin embargo, bajo el velo de la falta de motivación. La Sala Civil Permanente de la Corte Suprema declaró fundado el recurso de casación del consorcio, y restituyó eficacia a la decisión arbitral, no sin dejar de señalar que los vocales superiores habían cometido la falta de pronunciarse sobre el fondo de la controversia sometida a la justicia privada (CAS Nº 3909-2013-Lima, del 24 de junio del 2014, en Sentencias en Casación, Año XIV, Nº 700, suplemento del Diario Oficial El Peruano, edición del 30 de enero del 2015, p. 60227).

6. ¿En los arrendamientos no se podría considerar que ese incumplimiento, el de la obligación de mantener al inquilino “en el uso del bien”, como dice el Código Civil, justifica el incumplimiento de la obligación de pagar la renta?

No. Ante todo, porque las prestaciones esenciales de esos contratos son otras: la cesión temporal del uso contra el pago de la merced conductiva, según el artículo 1666 del Código Civil. Lo que el arrendador cede es el uso entendido, no como derecho real, sino como dominio físico. Luego el Código enuncia, complementariamente, la obligación de “mantener en el uso”, Preguntémonos, entonces, en el caso dos locales comerciales: ¿Los bienes arrendados se siguen “usando”, a pesar de las restricciones impuestas por el Gobierno? Sí. Están todavía ocupados por los arrendatarios, los arrendadores no pueden disponer de esa facultad (de “uso”) durante la vigencia del vínculo, ni recobrar la posesión de los bienes alquilados hasta el vencimiento del plazo. Algunos sostienen, en cambio, que la obligación de mantener en el uso ha devenido imposible, como si algún contrato de arrendamiento se celebrara pensando en que el arrendador garantizará, más allá de la protección interdictal, un uso efectivo o pleno, y aun en caso de factum principis. Ese no es el sinalagma funcional en el contrato de arrendamiento.

La expresión “mantener en el uso” al arrendatario reproduce lo que disponían, al respecto, los Códigos Civiles de 1852 (artículo 1587, inciso 2) y 1936 (artículo 1513, inciso 1). En palabras del más célebre exégeta de este último texto, la norma consagra la obligación del arrendador de no perturbar al inquilino en el ejercicio de su derecho de poseer el bien para su uso y disfrute (J. León Barandiarán, Tratado de derecho civil, Lima, WG Editor, 1995, tomo V, p. 288). Es una obligación negativa, entonces, pero también positiva, que empeña al arrendador a hacer frente, personalmente, a las perturbaciones de hecho y de derecho que sufra el inquilino en el ejercicio de la facultad cedida (L. León Hilario, Las casas infestadas por espíritus y el derecho a la resolución del contrato de arrendamiento, en Derecho y sociedad, N° 14, Lima, 1998, p. 248).

Admitamos que en la situación actual existe una “perturbación”. Notemos, luego, que en el caso de los arrendamientos comerciales, aquélla no recae en el uso en sí, es decir, en el bien objeto de intercambio, sino en la explotación de los locales. Lo afectado es el fin o función del contrato. Esto nos lleva a ponderar si cabe plantear que esa explotación tiene que ser asegurada por el arrendador, incluso en condiciones normales. Opino que no. El arrendatario se empeña solo respecto de “sus” propias acciones y omisiones. Si el Estado, en otro contexto, expropiara parte del metrado de un inmueble arrendado, mediante una servidumbre ¿podría el inquilino sostener que la obligación, negativa, del arrendador, de mantenerlo en el uso de esa parte ha devenido imposible? No. El bien respecto del cual se concordaron las voluntades habría cambiado. Serán las reglas de las obligaciones en general, sobre identidad de las prestaciones, y la pérdida del interés del arrendatario, si fuere el caso, las que habilitarán la evaluación, por parte de éste, del ejercicio de remedios resolutorios. La mayoría de nuestros abogados no habla ahora, sin embargo, de resolución de los arrendamientos comerciales: o se cierran filas alrededor del derecho de no pagar (por imposibilidad parcial de una prestación que el acreedor, así de simple, no tiene a su cargo), o se propone un ajuste equitativo de la renta, automático o sujeto a la exclusiva voluntad del arrendatario. Ninguna de estas soluciones tiene asidero legal. A menos que la coherencia sea algo de lo que se puede prescindir, en lo que deberían esforzarse los que toman posición por los arrendatarios, es en construir un derecho a la resolución de los contratos ante un evento de fuerza mayor que afecta su ejecución regular. Pero reitero: la mayoría no quiere irse, sino permanecer sin ninguna contraprestación de por medio.

Conozco casos en los cuales los inquilinos se han negado a pagar los gastos comunes de centros comerciales, inclusive. ¿Cuál es su justificación? Afirman que no pueden explotar económicamente los locales. Con el debido respeto, eso no es un argumento de recibo. No es normal que los arrendamientos contengan disposiciones que hagan depender la renta de una explotación efectiva ni redituable ni exitosa de los bienes cedidos, menos todavía si el arrendador no tiene responsabilidad por ello. Si se efectúa una interpretación “económica” de estas relaciones contractuales, las conclusiones no son diferentes. Solo cambian si el razonamiento se tiñe de solidarismo contractual, pero para ello, como dije antes, se necesita una buena negociación o una ley que promueva la revisión del contrato por las mismas partes o por el juez.

Adicionalmente, es esclarecedor considerar que la obligación de pagar la renta tiene por objeto una prestación dineraria. Las obligaciones pecuniarias –no debería olvidarse– son ejemplos típicos de compromisos inmunes a la alteración de las circunstancias por caso fortuito o fuerza mayor (G. Fernández Cruz y L. León Hilario, Comentario sub artículo 1315, en El Código Civil comentado por los 100 mejores especialistas, tomo VI, Lima, Gaceta Jurídica, 2004, p. 887). Son obligaciones “genéricas”, determinadas en su especie y cantidad. El género “dinero” no perece. Nadie puede invocar un caso fortuito o fuerza mayor como impedimento para honrar el pago de una deuda. No tener dinero o haberlo perdido por un robo o una mala inversión no son hechos que libren al deudor de sus obligaciones frente al acreedor.

En torno a esta cuestión es pertinente recordar lo ocurrido durante la crisis económica internacional del 2008. A pesar de la quiebra de empresas e instituciones financieras, y de los golpes que sufrió la economía estadounidense, ninguna deuda fue dispensada, ni siquiera en el caso de las compañías de capital norteamericano domiciliadas en el Perú, que, por ese evento, se vieron constreñidas a interrumpir sus cadenas de pagos. Expertos nuestros, como el profesor Osterling Parodi, opinaron, por el contrario, que esa crisis sin precedentes sí cumplía los requisitos del artículo 1315 del Código Civil peruano para configurar una “causa no imputable”, pero del cumplimiento tardío, por si fuere necesario precisarlo, porque nada hacía ni hace posible declarar extinta la obligación genérica a cargo del deudor de una suma de dinero por imposibilidad sobrevenida (la cuestión de la crisis económica, en general, como evento imprevisible es abordada por J. C. M. Dastis, Change of Circumstances (Section 313 BGB). Trigger for the Next Financial Crisis?, en European Law Review, 2015/1, p. 95 y s.). La comparación jurídica brinda solamente un supuesto excepcionale de protección al deudor pecuniario por alteración sobrevenida de las circunstancias: la devaluación monetaria. También lo sería el caso, infrecuente, de la prohibición legal del uso de moneda extranjera, si el débito se valorizó en ésta, y se pactó en contra de la posibilidad de cancelarlo en moneda nacional, aunque esta situación merecería otro tipo de correctivos.

En los arrendamientos comerciales, con todo, no hay cómo negar que la afectación de los valores intercambiados. El acreedor, arrendatario, no está recibiendo exactamente aquello que le fue ofrecido, si bien el arrendador no incurre en responsabilidad por ello, dado que la imposibilidad no es imputable a él. Si el fenómeno se analiza fuera del corsé legal, la solución conmutativa, canónica, del problema es el ajuste del valor de las prestaciones. Pero esa solución no es la adoptada en el Código Civil. La renegociación del contrato no es obligatoria entre nosotros, y cuando me refiero a este concepto no estoy hablando del trato o conversación entre las partes, que debería considerarse deducible de la cláusula normativa general de la buena fe, del artículo 1362 del Código Civil, sino de un específico acuerdo modificatorio, transformador del contrato original. Una cosa es discutir acerca de las circunstancias sobrevenidas, a lo que, creo, ninguna de las partes debería negarse, y otra, muy distinta, es modificar el contrato como fruto de reuniones, mesas de diálogo o mediaciones. Este objetivo, que garantizaría, además, la conservación del contrato, solo puede lograrse con una intervención del legislador, como se ha hecho en Francia, en la reforma del derecho de contratos del 2016, al incorporarse al Código Napoleón, como ya recordé, la regla de que, en caso de variación de las condiciones contractuales por causa no imputable a las partes, éstas tienen la obligación (legal) de renegociar sus pactos.

La solución más justa, en mi opinión, es que los acreedores de las deudas no afectadas por la emergencia sanitaria y el factum principis, accedan a evaluar pedidos de ajuste de las prestaciones dinerarias, y que por la vía del acuerdo entre las partes se acuerden los aplazamientos o facilidades de pago. Esas prestaciones se van a ejecutar, no hay ninguna vía legal para librarse de ellas. Solo hay que trazar, libre y concordemente, un camino que permita pagarlas sin agravar la situación, hoy contingente, de los deudores. Y nada de esto se logra ni auspicia articulando negativas de pago, privadas de sustento jurídico. Con lenguaje más llano que el de nuestros codificadores de 1984, los del Código Civil de 1852 estipularon que cuando “para reparar la cosa, se impida al conductor que use una parte de ella, se rebajará de la renta una cantidad proporcionada al tiempo y a la parte de que no se ha hecho uso” (artículo 1594). Esta norma aseguraba, sin procedimientos adicionales, el equilibrio de las prestaciones, y habría sido orientadora hoy en día. El Código Civil vigente señala, en cambio, que “cuando para reparar el bien se impide al arrendatario que use una parte de él, éste tiene derecho a dar por resuelto el contrato o a la rebaja en la renta proporcional al tiempo y a la parte que no utiliza” (artículo 1674). Creo que un marco de renegociación puede construirse a partir de esta norma, pero sin desconocer las deudas abiertamente.

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El Gobierno ha sido muy cauto, hasta el momento, en no interferir en las relaciones privadas, pero no podemos confiar en que esa actitud, respetuosa de la santidad de los contratos, se mantenga, si los actores económicos no flexibilizan, autónomamente, sus compromisos. No dudo que, con una medida legislativa, las cosas se esclarecerían y se garantizaría la seguridad jurídica que ansiamos. Los actos políticos sí pueden plegarse hacia una de las posiciones, y la de los inquilinos tiene todos los visos de ser la que se llevaría la preferencia, porque, es, precisamente, el sector que actualmente no dispone de un remedio legal. Si no hay remedio, no hay derecho: “Where there is a legal right, there is also a legal remedy, by suit or action at law”, como enseñaba, tres siglos atrás, sir William Blackstone (Commentaries on the Laws of England, 12ª edición, Londres, A. Strahan and W. Woodfall, 1794, Libro III, cap. 3, p. 23).

En España este camino extremo –de la modificación legal de los contratos– ha sido el seguido en el caso de los arrendamientos inmobiliarios en favor de personas vulnerables, por Real Decreto-ley 11/2020, del 31 de marzo, aunque con prudencia, porque en dicho país el 85% de los arrendadores de viviendas son personas físicas. Respecto de esos contratos se ha llegado a contemplar, inclusive, la prórroga automática de los plazos que culminen mientras dure el estado de alarma, el aplazamiento del pago de las deudas no pagadas, e incluso la condonación de las rentas. El aplazamiento y la condonación han sido previstos para el caso en que las partes no lleguen por sí mismas a un acuerdo. Si se opta por el perdón legal de la deuda, la expropiación consiguiente solo puede entenderse, como vimos, por motivos de solidaridad. Si en el Perú se hiciera lo mismo, una iniciativa como ésta generaría, posiblemente, amplio consenso, pero tropezaríamos con el problema de la carencia de registros actualizados y fiables para saber, con certeza, quiénes integran nuestra población “vulnerable”, al margen de la copia continua de este adjetivo en varias de nuestras normas sobre el estado de emergencia sanitaria. Lo ocurrido con los subsidios monetarios destinados a la población en pobreza extrema, al cual no ha podido acceder un gran número de personas que sí lo necesitaba, es una buena lección al respecto, que no ha sido atendida en el reciente Decreto de Urgencia N° 044-2020, del 21 de abril. En oposición, la norma española citada precisa con detenimiento qué es la vulnerabilidad económica. El proyecto de ley presentado al nuevo Parlamento por el congresista Paul G. García Oviedo, el pasado 3 de abril, para disponer el aplazamiento del pago de la renta en los arrendamientos para vivienda tiene el gran mérito de reconocer, implícitamente, los límites de la codificación civil y de la justicia ordinaria o privada para resolver los conflictos entre las partes, pero mucho me temo que su aplicación, si llega a convertirse en norma, tropezará por la indefinición de la categoría de los “arrendatarios en situación de vulnerabilidad económica”, a la cual busca tutelar, inspirándose, evidentemente, en la experiencia hispana.

7. El caso de los colegios no es tan sencillo de analizar, porque en varios de ellos se han implementado clases virtuales. ¿Con esas prestaciones se mantiene el derecho de los colegios a la contraprestación?

No. No puede hablarse de identidad –regla del cumplimiento de obligaciones– en este caso. Pero se debe diferenciar cada nivel educativo. Respecto de los niños que asisten a clases de inicial, la educación a distancia es objetivamente imposible. El servicio que prestan los colegios, entre los tres y cinco años, con innegable mérito, es de guardería y esparcimiento, ante todo. Son varias obligaciones conjuntivas, que deben cumplirse en su totalidad para satisfacer el interés del acreedor. A esa edad, el aprendizaje escolarizado es muy limitado, por factores que no dependen, desde luego, de los profesionales de este campo. Se centra en la psicomotricidad y en los valores. De aquí que se sostenga que, tan tempranamente, los niños deberían recibir esa formación en su hogar.

En ese específico caso, el de la educación inicial, al no haber identidad de la prestación a cargo del colegio, la justificación o causa de la atribución patrimonial no se presenta. Es imperioso precisar que ésta no es la causa del negocio o contrato, luego de la experiencia vivida en un congreso nacional de derecho civil, donde un expositor confundió ambos conceptos. Lo que quiero decir, aunque resaltarlo esté de más, es que el pago de la pensión escolar en estas condiciones no tiene correspondencia con algún sacrificio económico del colegio. Ahora bien, esto no significa predicar, como advertí al abordar el tema de los arrendamientos, la legalidad del incumplimiento voluntario de estas prestaciones. Los colegios no incumplen porque quieren, sino porque no pueden. Deberían ser las mismas instituciones educativas las promotoras de soluciones congruentes, en lugar de someterse a los designios de la intervención política. He leído, con satisfacción, por ejemplo, que un colegio trujillano ha aceptado el pedido de una familia para retirar del nido a su hijo de 3 años por lo que resta del 2020, ha declinado de cobrar las pensiones, y ha reservado la matrícula del menor para el 2021 (El Comercio, edición online del 17 de abril del 2020, nota de C. Sovero Delgado, Coronavirus en Perú: Padres de familia se organizan para buscar reducción en cobro de pensiones escolares, en https://elcomercio.pe). En Lima, otra institución, muy prestigiosa, ha dispuesto unilateralmente, reducciones sustantivas, del 50% y 40% de las pensiones por los meses de abril y mayo, y otras para el resto del año, si no se restituyen las garantías para brindar el servicio educativo en condiciones de salubridad. La regulación y la intervención del legislador solo se justifica cuando se juzga que, dadas ciertas circunstancias, los propios particulares no van a llegar a conciliar sus posiciones ni, por lo tanto, a la solución más eficiente para su contrapunto. Sin un balance de ambas perspectivas, orientado por la ley, si fuere necesario, ambas partes pierden.

En el caso de la educación primaria y secundaria, incluida la conducente a la obtención del bachillerato internacional, los colegios deberían moderar su expectativa en cuanto a las pensiones según la prestación que realizan en concreto. Para ello, los mecanismos del derecho de obligaciones son plenamente aplicables. Conforme a nuestro Código Civil, el acreedor de una obligación de hacer, como la de brindar el servicio educativo, que se cumple parcialmente sin culpa del deudor, puede optar por dos caminos: o considera que la prestación no ha sido ejecutada si lo hecho resulta sin utilidad para él, o la recibe, con la reducción correspondiente de la contraprestación a su cargo (artículos 1151 y 1152). Frente a dicho marco legal, los centros educativos deberían proponer –no imponer– a los progenitores o representantes legales de los menores una prestación sustitutiva del cumplimiento: la educación virtual. No tienen ningún derecho originario a modificar la modalidad de ejecución de su prestación, ni siquiera sobre la base de los contratos que ellos mismos predisponen. Los progenitores tienen, por su lado, el derecho de aceptar o rechazar el planteamiento. Si lo aceptan, siempre de acuerdo con el Código Civil (artículo 1265), tiene lugar una simple dación en pago, un contrato solutorio extintivo la prestación originalmente debida, y continuada, de las clases presenciales, mediante la ejecución de las clases a distancia, por el tiempo que dure la emergencia sanitaria.

El problema es que muchos colegios han impuesto a los alumnos las clases virtuales. Esta medida es arbitraria, porque modifica unilateralmente el contrato y vulnera el derecho de los contratantes del servicio educativo que no están de acuerdo, por cualquier razón, con que sus hijos reciban educación a distancia, o que no disponen de los equipos necesarios para acceder a ella. Los padres de familia podrían oponer a sus contrapartes la excepción de incumplimiento o resolver el contrato, solo que se ven intimados a ejercer los remedios que el Código Civil les proporciona, por lo difícil, y perjudicial, en el plano psicológico, que resulta cambiar de colegio a un menor. De esta debilidad, con conciencia o no, se benefician los colegios, que con esta práctica rompen la bilateralidad y reciprocidad de la relación contractual. La desproporción de fuerzas es manifiesta. Si se aplicara, sin más, el criterio de la eficiencia económica, el riesgo debería ser asumido por los prestadores del servicio, por el solo hecho de que están en mejor posición para internalizarlo. En Estados Unidos, en 1922, un colegio fue cerrado temporalmente a causa de una epidemia de gripe. La entidad estatal que la dotaba de personal docente pretendió resolver, por esa razón, los contratos de los profesores destinados a ese centro. Los tribunales dictaminaron que el riesgo de la imposibilidad de la prestación debía ser íntegramente asumido por la entidad, como parte contractual mejor provista para asumir sus costos (Phelps v. School District, citado por R. A. Posner y A. M. Rosenfield, Impossibility and Related Doctrines in Contract Law: An Economic Analysis, en Journal of Legal Studies, Vol. 6, Chicago, 1977, p. 101). Contra una solución tajante como ésta, que, en el Perú, nos sometería al activismo judicial, se ha destacado, precisamente, las bondades del modelo italiano –no se puede predicar lo mismo del nuestro– de la excesiva onerosidad de la prestación, por favorecer la renegociación de los términos contractuales, con el derecho del demandado a ofrecer el ajuste, o permitir la resolución del contrato, que, bajo ciertos presupuestos, son las verdaderas salidas eficientes desde un punto de vista económico (es la posición de P. Trimarchi, Commercial Impracticability in Contract Law: An Economic Analysis, en International Review of Law and Economics, Vol. 11, p. 63 y s.).

Finalmente, es importante tener en cuenta que la interpretación de estas relaciones según las reglas del Código Civil es la única vía para aclarar el panorama. En estas semanas he escuchado a muchos invocar la intervención del INDECOPI. ¿Para qué? El INDECOPI no está facultado a aplicar los remedios contractuales, con excepción del resarcimiento de daños y las restituciones, bajo la etiqueta de “medida correctiva”, figura de naturaleza ambigua, dependiente del punto de vista que se adopte: el del civilista o administrativista. La realidad muestra que la prestación de servicios educativos escolares en el Perú no se realiza en un mercado regulado. Muchos centros educativos están adscritos, por motivos no siempre altruistas, a asociaciones civiles, y sobre éstas el INDECOPI ni siquiera tiene competencia. Tal vez se podría pensar en que es legítimo multar a los colegios-empresas, que apliquen sanciones privadas por la falta de pago de las pensiones, aunque no brinden, materialmente, ningún servicio. Es lo que acontece con muchas instituciones privadas, que no cuentan, ni ellas ni su personal administrativo y docente, con recursos tecnológicos para implementar y gestionar plataformas de enseñanza por medios informáticos, pero que incluso han amenazado con resolver los contratos por falta de pago. Esas multas, de suyo remotas, no solucionarían nada, porque son ingresos para el Estado, no para los directamente afectados. El activismo de los abogados que se arrogan la representación de los consumidores, sin tomar en cuenta los límites y pertinencia de la regulación sectorial para sus propósitos, y olvidando la indesligable pertenencia –y perpetua pertenencia, para su pesar– de su área de especialización al derecho privado y a sus principios, no hace más que enrarecer el clima, y obnubilar la comprensión general de la problemática. Tal vez si los contratos de servicios educativos estipularan, en el futuro, que las pensiones escolares se deben seguir pagando, aunque las prestaciones del colegio no sean ejecutadas por causa de un estado de emergencia, podría haber espacio para discutir, en el fuero administrativo, la eficacia de tal cláusula, porque estamos, al fin y al cabo, ante contratos predispuestos. Pero ni siquiera en tal situación sería imprescindible recurrir al INDECOPI para sustentar la suspensión o reducción de la contraprestación, además de que por dicha vía también se puede terminar ante los tribunales judiciales, en un agotador proceso contencioso-administrativo. Los remedios del Código Civil que he recordado, que dan cuerpo a un sistema de autotutela privada, son más que suficiente, y, si se considerara que no bastan, se debe recordar la tendencia uniforme de la justicia constitucional a proteger, frente a pretensiones económicas como la cobranza forzosa de las pensiones o a la tutela resolutoria por incumplimiento de pago de las pensiones, el derecho fundamental a la educación. Esto también debería ser ponderado por los colegios particulares, como un incentivo para promover la renegociación de sus créditos y regularlos con sus deudores, en lugar de cambiar unilateralmente los términos contractuales, exigir la ejecución íntegra y puntual de los pagos, aplicar penalidades o sanciones por el incumplimiento, o dar por concluidos los contratos.

8. Pero hay un temor generalizado a la ley, y se ha dicho que los contratos no pueden ser objeto de intervención estatal, según el artículo 62 de la Constitución, por usted recordado hace un momento. ¿Cómo resolver ese dilema, finalmente?

El artículo 62 de la Constitución no impide la intervención legislativa en el actual contexto. El temor al que ustedes se refieren es entendible, pero no debería ser menor el de someter la solución de las controversias ligadas con el COVID-19 a procesos judiciales dilatados o a arbitrajes costosos y de incierto destino.

El problema de interpretar el artículo 62 de la Carta Política comienza con su pésima redacción, atribuible a la falta de preparación de sus redactores, en no menor medida que a esa “licencia” que se otorgan tantos, a sí mismos, para opinar en materia constitucional. Solo una lectura informada sobre las tendencias de la jurisprudencia de este campo puede revelarnos el significado actual del precepto (C. Landa Arroyo, La constitucionalización del derecho civil: El derecho fundamental a la libertad contractual, sus alcances y límites, en Thémis-Revista de Derecho, 2ª época, Nº 66, 2015, p. 309 y s.).

Lo que establece, literalmente, el artículo 62 es que el contenido de los contratos no puede ser modificado por leyes u otras disposiciones de cualquier clase. Da la impresión de que se consagra, como algunos siguen creyendo, un régimen de intangibilidad o santidad de los pactos contractuales, sin distinción. Eso no ocurre ni siquiera en Estados Unidos, un país donde la santidad del contrato constituye una de las columnas de la sociedad, y tiene también consagración constitucional (R. Saavedra Velazco, Origen e interpretación de la cláusula de santidad contractual. Desmitificando la idea del (supuesto) ataque a la libertad contractual, en Id., Análisis económico y comparado del derecho privado. Una introducción, Lima, Fontana, 2016, p. 395 y s.). En el Perú, donde hemos visto que el Gobierno ha modificado ya, en lo que va del estado de emergencia sanitaria, directa o indirectamente, el régimen de las Administradoras de Fondos de Pensiones, los contratos de trabajo, los plazos de ejecución de los contratos de servicios educativos, etcétera, la discusión que me plantean sería innecesaria. Estas medidas extraordinarias no pueden ser consideradas “intervencionistas” o lesivas de la seguridad jurídica.

Uno solo de los precedentes del Tribunal Constitucional basta para ilustrarnos acerca de este tema. Fue en un caso donde una titular del servicio de suministro individual de agua potable obtuvo que se dejara sin efecto la cláusula de su contrato en la que se establecía el derecho de la suministradora (SEDAPAL) a suspender la prestación por acumulación de retrasos en los pagos de los demás propietarios del edificio en el que residía. En otras palabras, SEDAPAL se había arrogado el derecho de cortar el servicio, incluso a quien estuviera al día en sus abonos, si un porcentaje del total de los residentes se hallaba en mora. Civilmente, la estipulación de esa tutela, que a lo mejor puede explicarse desde un punto de vista económico, y la ejecución del remedio fueron abusivas, pero la afectada no logró que su acción de amparo fuese declarada fundada en las instancias inferiores. El juzgado civil que evaluó inicialmente la causa se pronunció, firmemente, en defensa de lo pactado. Ante la Corte Superior, el amparo fue declarado improcedente. Pues bien, en la sentencia emitida en el Expediente N° 06534-2006-AA, del 15 de noviembre del 2007, el Tribunal Constitucional señaló (§ 3):

“Una cláusula contractual manifiestamente irrazonable y fuera del sentido común resulta incompatible con la propia libertad de contrato. La libertad de contrato garantiza la libre determinación del objeto y las condiciones de la prestación de un servicio, sin embargo, no la de cláusulas irrazonables que terminen anulando un sentido mínimo de justicia y el sentido común. Lo contrario significaría desnaturalizar la finalidad misma del contrato, en cuanto instituto, y dar la apariencia de acuerdo autónomo de las partes a condiciones manifiestamente contrarias u onerosas de los intereses de algunas de ellas. Tal no es el sentido de la libertad de contrato, constitucionalmente entendida. La libertad de contrato constituye un derecho fundamental y su ejercicio legítimo, en el marco de los principios y derechos fundamentales, requiere su compatibilidad con estos, lo cual no supone una restricción del legítimo ámbito de este derecho, sino su exacto encuadramiento en ese marco”.

En este punto de la sentencia aparecen varias consideraciones que deberían disipar las dudas frente a una intervención estatal en los contratos civiles y comerciales que están generando más polémica en estas semanas: arrendamientos y pensiones educativas. Para el Tribunal Constitucional –que hace referencia a la “justicia”, al “sentido común”, a la “finalidad misma del contrato” y a la desproporción de los acuerdos– las garantías de la Carta Política en materia de contratación privada tienen reconocimiento como derechos fundamentales, sí, pero en no menor medida que otros derechos del mismo rango, con los cuales deben ser compatibles.

En la mencionada sentencia CAS Nº 4245-2011-Lima, del 31 de mayo del 2012 (cit., p. 41505), la Sala Civil Permanente de la Corte Suprema enunció, con cautela entendible, pero ratificando que la obligatoriedad de los contratos no constituye un precepto rígido, su posición sobre este tema:

Este Supremo Tribunal no puede dejar de advertir que, si bien mediante la pretensión de excesiva onerosidad es factible que el contrato sea revisado por el órgano jurisdiccional, lo que determina la relatividad del principio pacta sun[t] servanda que rige los contratos, se debe reconocer que tal remedio tiene caràcter excepcional y se presenta por causas exógenas a las partes y que revisten tal naturaleza que conmueven las bases del contrato, sin embargo no se trata de dejar de lado la vigencia de la seguridad y estabilidad del contrato permitiendo la revisabilidad de los contratos por los jueces, sino de establecer que, mediante la reducción de la prestación se busca restablecer el equlibrio original entre la prestación y la contraprestación [.] [U]na interpretación en contrario determinaría introducir en nuestro ordenamiento, a través de dicha figura, el principio de la revisabilidad de los contratos por los jueces, finalidad ajena a la teoría antes analizada.

Si así están las cosas, las leyes especiales de la emergencia sanitaria pueden fundarse en otros derechos fundamentales para variar los contratos privados. Para los alquileres en favor de personas vulnerables, ahí está el ejemplo de la normativa española a la que hice mención, pero con estricto apego a las características del sector, donde los inquilinos se ven favorecidos ya, en la práctica, por inexistencia de remedios efectivos contra la falta de pago de las rentas y la aversión de los arrendadores a ejecutar cobranzas y desalojos en vía judicial. Respecto de los arrendamientos de locales comerciales se puede establecer un aplazamiento de dos o tres meses, pero dejando a las partes el derecho de, en caso de extensión de las medidas de aislamiento obligatorio general, o de afectación insalvable de la utilidad del contrato, a terminar unilateralmente el vínculo. Hago notar que esta fórmula no está contemplada en el Código Civil: constituiría un desistimiento unilateral permitido a cualquiera de las partes, luego de la evaluación individual de sus posibilidades de retomar sus actividades económicas, sin perjuicio, en ningún caso, de la obligación de pagar las deudas acumuladas y aplazadas. En cuanto a las pensiones escolares también se podría disponer que sean adecuadas a las prestaciones efectivamente recibidas, pero con el apoyo, a diferencia de lo que ocurre en los arrendamientos, de la normativa del Código Civil sobre teoría del riesgo en el cumplimiento de las obligaciones. Ni los colegios ni los padres de familia podrían oponer la santidad del contrato a una medida semejante, porque su fundamento, al margen del juicio político sobre el reequilibrio de las prestaciones, es en resguardo del derechos fundamentales como la integridad física y salud de los miembros de toda la comunidad escolar (niños, representantes legales de los escolares, profesores, personal administrativo, sin distinción), y que forzarán a que en este sector se continúe con el aislamiento por muchos meses, aun si se levantan las restricciones del Gobierno, por ahora previstas hasta el 12 de mayo. No creo, como he manifestado en mis respuestas anteriores, que ninguna de estas alternativas de solución de conflictos se pueda lograr, de manera general, por la vía del consentimiento y la renegociación. Por ello pienso que lo mejor sería abordar legalmente la problemática, con carácter extraordinario, temporal y justificado por la situación.

En cuanto a este tema, fascinante, de la santidad del contrato, también la comparación jurídica crítica es de auxilio para aclarar las perspectivas. Alemania y España, que son países de tradición constitucional fuera de discusión han recurrido a la legislación para modificar los contratos privados cuya ejecución ha resultado afectada por las medidas de aislamiento obligatorio. Lo de Alemania es llamativo, porque es un país donde con el solo recurso a la regla de la buena fe en la ejecución de las prestaciones (el parágrafo § 242 del BGB) la doctrina construyó la teoría de la “perturbación de la base o fundamento del negocio”, acogida por la jurisprudencia germana por más de setenta años, e incorporada a la codificación, finalmente, el 2001, mediante la Ley de Modernización del Derecho de las Obligaciones (parágrafo § 313 del BGB). Con esta regla se corrigen, por adecuación, o desistimiento en las prestaciones continuadas si la adecuación no se pudiera lograr, las perturbaciones sobrevenidas de los aspectos fundamentales tomados en cuenta por las partes al momento de contratar, incluso en ausencia de una excesiva onerosidad posterior, y evitándose, con una técnica admirable, la intersección de estos remedios con las reglas sobre la imposibilidad de la prestación (D. Looschelders, Schuldrecht. Allgemeiner Teil, 16ª edición, Múnich, F. Vahlen, 2018, p. 279 y s.), aunque no exenta de críticas, sobre todo a los términos en que la tendencia jurisprudencial ha sido cifrada en la reforma del BGB.

9. Finalmente, profesor León, ¿cuál considera Ud. que es el papel que deben desempeñar los civilistas peruanos en esta crisis?

Comencemos por aclarar quiénes son los “civilistas”. Como señalé al comienzo, la costumbre de considerar, erróneamente, que las reglas del derecho civil representan un conocimiento innato de los abogados, corremos el riesgo de pensar que estamos hablando del universo de individuos que ejercen la profesión legal. A esta legión le corresponde desempeñar un solo papel: el de no promover conflictos valiéndose de sus reminiscencias o preconceptos sobre el derecho civil para fabricar argumentos en defensa de posiciones tomadas de antemano, y sin un estudio consciente previo. La investigación debe preceder a la opinión. Leer a tantos escribientes platónicos, con el perdón de Platón, que anotan primero: “no hay que pagar”, y que enseguida garrapatean, a veces discutiendo entre ellos, “buena fe”, “solidarismo”, “rebus sic stantibus”, “excesiva onerosidad sobrevenida de la prestación”, “reequilibrio de las prestaciones”, “revisión o adecuación de los contratos en vía jurisdiccional”, “reducción unilateral o de pleno derecho de la contraprestación a valor equitativo”, “renegociación”, o incluso “perturbación de la base del negocio”, es como traer a la vida, ingratamente, a la reina del País de las Maravillas; la del célebre sinsentido: “Sentence first-verdict afterwards”, “la sentencia primero, el juicio después” (L. Carroll, Alice’s Adventures in Wonderland, Nueva York, Macmillan Co., 1920, p. 187).

Si, por el contrario, llamamos civilistas a quienes creen firmemente en los valores, reglas y principios del derecho civil, como ordenamiento general y básico de las relaciones entre los miembros de la sociedad, y conocen los límites de sus preceptos en un escenario de desigualdad, transgresión, incertidumbre en torno al resultado de los procesos judiciales, altos costos de los arbitrajes y abuso de la “intuición” en la justicia privada, culto al litigio, y falta de predecibilidad sobre el desenlace de la emergencia sanitaria, el llamado es a ser coherentes con esa fe, y a utilizar el conocimiento para atenuar la nocividad de cada uno de los factores mencionados. Las leyes especiales en materia civil solamente se justifican cuando el Código no brinda, ni siquiera mediante interpretación o integración normativa, las respuestas que buscamos, y si no tenemos razones para confiar a la jurisprudencia la transformación de sus disposiciones. Si se conviene en reconocer al equilibrio de las prestaciones de las partes como un principio de la contratación en el Perú, ¿dónde estuvo –habló de derecho efectivo– por más de 30 años? ¿Se le resucita, así nomás, en tiempos de crisis sanitaria? ¿Qué ocurrió durante el fenómeno del Niño, la gran inflación de 1985-1990, las medidas de shock económico o las repetidas revueltas sociales acaecidas en el mismo período? La intervención legislativa posibilita, justamente, la reanimación, con un acto político, de un valor del que, según parece, todos se habían olvidado.

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[*] Leysser León Hilario es profesor y coordinador del Área de Derecho Privado de la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Doctor en Derecho por la Scuola Superiore S. Anna di Studi Universitari e di Perfezionamento (Pisa). Miembro de la World Tort Law Society (Viena-Pekín) y del Grupo Iberoamericano para el Derecho de Daños (Talca-Madrid). Socio de la Associazione Italiana di Diritto Comparato y del Istituto Emilio Betti di Scienza e Teoria del Diritto nella Storia e nella Società (Téramo). Asociado internacional del Instituto Brasileño de Estudios sobre Responsabilidad Civil – IBERC (Belo Horizonte). Consultor de Philippi, Prietocarrizosa, Ferrero DU & Uría Abogados.

[**] Entrevista preparada y coordinada por Ever Medina y Diego Pesantes (integrantes del equipo de investigación de Gaceta Civil & Procesal Civil). Fecha de elaboración: 24 abril 2020.

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