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La importancia de la elección del árbitro (I parte)

La importancia de la elección del árbitro (I parte)

El autor afirma que muchos de los problemas con los que lidia el arbitraje no residen en las partes del proceso, sino más bien en los propios árbitros, pues son ellos quienes no cumplen el encargo de manera óptima y con la debida diligencia requerida para tan delicada función.

Por Jhoel Chipana Catalán

jueves 25 de abril 2019

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La elección del árbitro constituye uno de los actos más importantes en todo arbitraje[1]. El árbitro cumple un papel protagónico dentro de todo procedimiento arbitral, y es que todo este sistema gira en torno a su actuar, en la medida de que sobre su integridad moral y buen criterio, así como sobre sus cualidades académicas y profesionales, descansa la confiabilidad y la eficacia del laudo arbitral.

Teniendo esto claro, cabe preguntarnos, ¿qué se entiende por árbitro? Le Pera[2], con una peculiar definición, señala que los árbitros: «Son personas de inteligencia por lo menos media, independientes de las partes, no preocupadas por su propio interés o conveniencia más que por la bondad de sus decisiones, no apasionadas y no ignorantes, que escuchan con atención lo que las partes tengan que decir, y llegan a la decisión más justa conforme al derecho que éstas eligieron, o al que su ciencia o su criterio les señale como aplicable.»

Por su parte, Ledesma Narváez[3] sostiene que el árbitro «es la persona natural que interviene para definir heterocompositivamente el conflicto o situación jurídica incierta, como expresión de la voluntad de las partes contratantes bajo un ámbito de confidencialidad».

En esa misma línea, se ha señalado que árbitro es la persona encargada de dirimir una controversia jurídica o litigio entre dos o más personas que deciden nombrarle como tercero independiente encargado de resolver el conflicto. El árbitro, a su vez, se verá limitado por lo pactado entre las partes para dictar el laudo arbitral. Deberá hacerlo conforme a la legislación que hayan elegido las partes, o, incluso, basándose en la simple equidad, si así se ha pactado[4].

En primer lugar, debemos tener claro qué debe suceder para que surja la figura de un árbitro.

Sabemos que no habrá arbitraje sin convenio arbitral. Luego, y existiendo el denominado convenio, tendrá que surgir una controversia entre las partes respecto de una determinada relación jurídica contractual, o de otra naturaleza, a la que haga referencia el convenio. Ante esto, las partes deberán ponerse de acuerdo y designar a la persona que solucione la incertidumbre planteada, quien, luego de aceptar la designación, pasará a denominarse árbitro.

Como podemos observar, recién en este punto cabe hablar, propiamente, de la existencia del árbitro[5]. Antes de ello, ésta es sólo una persona natural y, si se quiere, un potencial árbitro, pero nada más que eso.

El árbitro es, visto de este modo, toda persona natural que posee plena capacidad de ejercicio y que, luego de haber aceptado la designación, tiene como función resolver la incertidumbre jurídica planteada por las partes dentro de un arbitraje que garantice el respeto a la Constitución, a toda norma que interese al orden público y a las buenas costumbres, a las leyes imperativas y al marco normativo que las partes elijan para que sea aplicado a su controversia.

En ese sentido, normalmente las partes buscan designar como árbitros a personas que gocen de cierta capacidad y pericia para resolver el conflicto de la manera más eficaz posible; es decir, a profesionales especialistas en arbitraje y en la materia que es objeto de la controversia que se halla en discusión.

Al respecto, William Park[6] señala que: «Se debe tener en cuenta que a pesar de que los litigantes renuncian a la jurisdicción de las cortes nacionales competentes a favor de las instituciones arbitrales, en éstas también se busca promover un tratamiento igualitario entre las partes a través de nociones básicas de justicia. Para lograr dicho objetivo, se espera que los árbitros sean personas íntegras, experimentadas y con la habilidad suficiente como para ser buenos oidores y diligentes lectores.»

De la misma forma, Merino y Chillón[7] sostienen que el árbitro, como dirimente de la contienda que enfrenta a dos o más ciudadanos, no goza de ninguna posición institucional predeterminada. Su posición sólo viene dada por la voluntad de las partes en conflicto y por el reconocimiento que el legislador nacional o internacional (tratados y convenios) le otorga para que resuelva mediante un procedimiento garantista el conflicto que se somete a su consideración y juicio.

Nótese el carácter dual en la concepción de la figura del árbitro, pues de un lado se habla de que son las partes quienes otorgan el «poder decisorio» a un tercero y, por otro, ese tercero se encuentra legitimado por la ley para ejercer tal función.

En suma, son las partes quienes, en última instancia y respetando las exigencias básicas establecidas por ley, tienen toda la libertad para designar al árbitro y exigirle el cumplimiento de determinadas cualidades, las cuales dependerán —según sea el caso— de la naturaleza del conflicto de intereses que poseen[8].

Ya Platón decía que «el Tribunal más autorizado es aquel que para cada caso hayan nombrado los litigantes».

Hoy en día la doctrina es unánime[9] al aceptar que el árbitro es parte esencial del arbitraje. Todo el procedimiento gira en torno a él y en su integridad moral y buen criterio descansa la confiabilidad y la eficacia del arbitraje como medio de resolución de conflictos.

Roque J. Caivano[10] sostiene que «la selección de los árbitros es quizás el acto más relevante que toca a las partes decidir, porque se juega en él la suerte del arbitraje. Por más que intervenga una institución, el éxito o el fracaso del arbitraje dependerá en gran medida de la capacidad de los árbitros para resolver la disputa con equidad y solvencia».

Como es obvio, de nada sirve que se hayan determinado de manera cautelosa los parámetros sobre los cuales se desarrollarán las actuaciones arbitrales, o el hecho de que en un arbitraje internacional se haya elegido acertadamente la aplicación de tal o cual ley de fondo, entre otros importantes aspectos, si es que estamos en presencia de un árbitro poco diligente, con limitados conocimientos jurídicos, que carezca del más mínimo sentido de equidad, justicia y sentido común, con poca disponibilidad para atender las actuaciones propias de un procedimiento arbitral, etc.

A contrario, podríamos afirmar que si es que las reglas elegidas por las partes no son las más adecuadas y lo acordado por ellas no cumple con los requisitos básicos para que un procedimiento arbitral pueda desenvolverse con éxito, pero, por otra parte, contamos con un árbitro con las suficientes capacidades ético-profesionales, tendremos la tranquilidad de que las actuaciones arbitrales podrán desarrollarse supliendo todas esas deficiencias.

El profesor Cantuarias Salaverry[11] señala que el mundo ha sufrido grandes cambios en las últimas décadas y ello se ha reflejado en las actividades profesionales. Así, por ejemplo, mientras que hasta hace no mucho era posible encontrar abogados «todistas» o dedicados a temas tan generales como el Derecho Civil, Comercial o Penal, que prácticamente cubrían todas las áreas del Derecho, en la actualidad el mercado demanda especialistas, es decir, técnicos en cada rama y actividad del Derecho. Sin embargo, esta especialización profesional se ha reflejado con timidez en el campo judicial, donde vemos a diario jueces resolviendo al mismo tiempo controversias mineras, pesqueras, comerciales, constitucionales, etc. Esta situación, necesariamente, afectará el trabajo de los magistrados y la calidad de los fallos que dicte el aparato jurisdiccional del Estado. En cambio, en el arbitraje, gracias a la libertad de elección que existe, es posible confiar la solución de una controversia en quien tenga experiencia en el tema en disputa, lo que permite soluciones más eficientes, a la vez que serán más fácilmente aceptadas por las partes.

Debemos reiterar que para hablar propiamente de un procedimiento arbitral debe existir un convenio arbitral y un conflicto que deba resolverse. Existen, pues, dos momentos en este escenario: antes del inicio de las actuaciones arbitrales y una vez iniciadas éstas. La importancia del árbitro se podrá observar, fundamentalmente, en este segundo momento, pues antes de él no tendrá ningún protagonismo.

Así, pues, una vez puesto en marcha el procedimiento arbitral, la figura del árbitro desplaza a la de cualquier otro actor, ya que su función se relaciona con todas y cada una de las actuaciones que al interior del arbitraje se van a dar. Es, en suma, el director del elenco, bajo cuya batuta las partes, y los terceros que eventualmente puedan intervenir, deberán actuar.

Ya Montealegre Escobar[12] sostenía que si la administración de justicia es la más cuestionada y delicada de las funciones que debe cumplir un Estado, por cuanto sustenta en últimas la confianza de la sociedad en un determinado sistema de Derecho, esta circunstancia cobra más relevancia en el caso del arbitraje, porque el acto a través del cual se les defiere a árbitros el encargo de fallar un caso determinado impone siempre una manifestación de confianza de las partes, que se lleva a cabo en forma particular y concreta. Este aspecto de la cuestión resulta más importante cuando se observa que dentro de las razones bien conocidas que inducen a las personas a buscar en el arbitraje la solución de sus diferencias eventuales o existentes, tal vez la primordial sea el reconocimiento de la capacidad, pericia y especialidad del árbitro para resolver el conflicto que se le pide decidir, amén de las consideraciones relativas a su absoluta imparcialidad y probidad. Para ello se ha dicho que el mejor de los tribunales es el que las partes interesadas directamente conforman, lo que a su vez representa, desde el punto de vista del designado, el desarrollo de una honrosa y delicada función.

Con todo, resulta vital tener mucho cuidado cuando se nombra a un árbitro. Las cualidades profesionales y académicas deben primar por sobre cualquier otra consideración.

Ello me lleva a afirmar que gran daño se hace al arbitraje cuando se nombra como árbitro a un «conocido» o a un «amigo» que poco sabe del tema de fondo de la controversia y del propio arbitraje. Además, la elección del árbitro va a traer consecuencias evidentes, pues no se trata de nombrar por nombrar, sino que el sentido común indica que si uno es parte de un proceso es porque cree que tiene la razón y que sus fundamentos resultan sólidos. Sería difícil (pero no imposible) pensar en una parte que se encuentra en un proceso a sabiendas de que no tiene la razón, ya que estaríamos ante una pérdida de recursos económicos y de tiempo evidente que pocas personas quisieran asumir (me queda claro que los ánimos que alimentan ese actuar van por otro lado, como por ejemplo dilatar la ejecución de alguna medida, ganar tiempo, no ejecutar prestaciones sino hasta que un juez lo ordene, etc.). En ese sentido, si uno cree que tiene la razón, esa creencia debería tener sintonía en quien juzga, es decir, el juzgador debería entender y tener los conocimientos suficientes para fallar a favor de esa parte, esto es, en suma, fallar conforme a derecho.

Ese hilo lógico debería ser el que prime en la práctica, sin embargo, sabemos que no necesariamente es así, y en muchas ocasiones se observan árbitros que no reúnen las características mínimas para ejercer tal cargo. Al final, muchos de los problemas con los que lidia el arbitraje no residen en las partes del proceso, sino más bien en los propios árbitros, pues son ellos quienes no cumplen el encargo de manera óptima y con la debida diligencia requerida para tan delicada función.

En un post posterior, expondré algunas sugerencias para que se pueda elegir a un árbitro de manera adecuada. En realidad, el tema no es para nada simple.

 


[1] Debemos recordar que un arbitraje puede ser de derecho o de conciencia. Lohmann conceptúa al primero como «aquel por el cual se obliga a los árbitros a emitir un laudo conforme a las disposiciones legales de fondo y ciertas mínimas de forma, teniendo incluso presentes la jurisprudencia, la costumbre y los usos. Son jueces privados en el más estricto y sano sentido. No les está dado prescindir de la ley y, como los jueces, a falta de norma legal expresa deben aplicar las que la analogía permita y en su defecto los principios generales del Derecho». (Lohmann Luca de Tena, Juan Guillermo. El Arbitraje. 2ª edición. Biblioteca Para leer el Código Civil. Volumen V. Lima: Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú, 1988, p. 69). Por otro lado, Aylwin señala que en el arbitraje de conciencia el árbitro «no debe resolver la controversia declarando el derecho que la ley otorga: debe hacerlo imponiendo la solución que considere más justa y más prudente». No deberá, necesariamente, guiarse por las normas prescritas en el ordenamiento jurídico. (Aylwin Azocar, Patricio. El juicio arbitral. 4ª edición. Santiago de Chile: Fallos de Mes M.R., 1992, p. 579). De la misma forma, se puede recurrir a De Trazegnies Granda, Fernando. «Arbitraje de Derecho y arbitraje consciencia». En Ius et Veritas, Revista editada por los estudiantes de la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica del Perú, n.° 12, pp. 115 y ss.

[2] Le Pera, Sergio. Justicia, arbitraje y las reglas UNCITRAL 1985 en la Argentina, en UNCITRAL y el futuro Derecho Comercial. Buenos Aires: Depalma, 1994, p. 49.

[3] Ledesma Narváez, Marianella. Jurisdicción y arbitraje. Lima: Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú, 2009, p. 66.

[4] Cfr. Hermida del Llano, Cristina. «Árbitro». En Arbitraje. Diccionario terminológico del Arbitraje Nacional e Internacional (Comercial y de inversiones). Biblioteca de Arbitraje del Estudio Mario Castillo Freyre. Jorge Luis Collantes González (Director). Lima: Palestra y Estudio Mario Castillo Freyre, 2011, volumen 18, p. 269.

[5] En este mismo sentido se pronuncia Munné Catarina, Frederic. La administración del arbitraje. Instituciones arbitrales y procedimiento pre-arbitral. Navarra: Aranzadi, 2002, pp. 72 y 73.

[6] Park, William. «Naturaleza cambiante del arbitraje: El valor de las reglas y los riesgos de la discrecionalidad». En Revista Internacional de Arbitraje, n.° 2, p. 14.

[7] Cfr. Merino Merchán, José F. y José M.ª Chillón Medina. Tratado de Derecho Arbitral. 3ª edición. Navarra: Thomson Civitas, 2006, p. 494; y, Merino Merchán, José F. Estatuto y responsabilidad del árbitro. Ley 60/2003 de Arbitraje. Navarra: Thomson-Aranzadi, 2004, p. 35.

[8] «El nombramiento del árbitro se compone no sólo de la designación física de la persona o tribunal arbitral, sino también de las especialidades que debe poseer, ya sea en cuanto a su cargo, como a su carrera profesional y experiencia o incluso su disponibilidad.» (Iscar de Hoyos, Javier. «Designación de los árbitros». En Arbitraje. Diccionario terminológico del Arbitraje Nacional e Internacional (Comercial y de inversiones). Biblioteca de Arbitraje del Estudio Mario Castillo Freyre. Volumen 18. Jorge Luis Collantes González (Director). Lima: Palestra y Estudio Mario Castillo Freyre, 2011, p. 539).

[9] Entre los que podemos destacar a Caivano, Roque J. Arbitraje. 2ª edición. Buenos Aires: Ad Hoc, 2000, p. 171; González de Cossío, Francisco. Arbitraje. México: Editorial Porrúa, 2008, p. 176; Onyema, Emilia. «Selection of arbitrators in international commercial arbitration». En International Arbitration Law Review. Vol. 8, issue 2, p. 45. (Traducción libre); entre otros.

[10] Caivano, Roque J. Arbitraje. 2ª edición. Buenos Aires: Ad Hoc, 2000, p. 172.

[11] Cfr. Cantuarias Salaverry, Fernando. Arbitraje Comercial y de las Inversiones. Lima: Fondo Editorial de la UPC, 2008, p. 260.

[12] Cfr. Montealegre Escobar, José Orlando. «Los árbitros en el Derecho Colombiano y en el Centro de Arbitraje y Conciliación Mercantiles de la Cámara de Comercio de Bogotá». En El arbitraje y el derecho latinoamericano español. Liber amicorum en homenaje a Ludwick Kos Rabcewicz Zubkowski. Lima: Cultural Cuzco S.A., 1989, p. 249.

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