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Consabida buena fe

Consabida buena fe

El autor afirma que la buena fe se sustenta en un obrar honesto, librado de cualquier intención de perjudicar a terceros, razón por la cual se apareja el mantenimiento de la adquisición a pesar de existir una irregularidad en la formación del contrato. Añade que esta situación se aprecia de las circunstancias, de la realidad del acto o negocio.

Por Martín Mejorada

martes 21 de mayo 2019

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En estos tiempos todo el mundo invoca “buena fe”. Los adquirentes de bienes registrados con alguna anomalía, los que contrataron con delincuentes confesos, los sucesores hereditarios o corporativos de cosas mal habidas, los que se asociaron con dudosos personajes, etc. Gozar de buena fe no solo puede librarnos de la cárcel, sino que garantiza la conservación de derechos que de ordinario no nos correspondían. Así, por ejemplo, si el título del transferente está viciado, en principio no podría transferir lo que no tiene, pero gracias a la inocencia del adquirente éste termina recibiendo el derecho.  Pero, ¿qué es la buena fe?

En términos sencillos y más allá de las múltiples clasificaciones que ofrece la doctrina legal, “buena fe” es el estado de obrar honestamente y la creencia o convicción en el derecho que se adquiere. Estos dos componentes están íntimamente ligados. Como decía el insigne Bonfante: “quien cree en su derecho, ignora que está dañando a otro”.  Por más que el concepto se aplica como salvavidas en diversidad de operaciones del derecho patrimonial, e incluso en el derecho penal, las únicas normas que han definido la buena fe están los artículos 906 y 907 del Código Civil, referidos al derecho real de posesión.

Dicen: “La posesión (…) es de buena fe cuando el poseedor cree en su legitimidad, por ignorancia o error de hecho o de derecho sobre el vicio que invalida su título”. “La buena fe dura mientras las circunstancias permitan al poseedor creer que posee legítimamente o, en todo caso, hasta que sea citado en juicio (…)”. Se hicieron para la posesión, pero sirven para todo.  Es decir, la condición que genera tan particular privilegio en los adquirentes y operadores económicos tiene como núcleo la ignorancia, desconocimiento o incluso el “error” sobre un evento, sobre la interpretación de la ley, la aplicación de la norma al caso concreto o la validez del título. El agente cree en su derecho porque ignora o mal percibe los eventos que a la larga demuestran que había algo irregular. 

Pero tal situación no se aprecia en el vacío de un tubo de ensayo o en el laboratorio de un profesor de planta, sino que se nutre de las circunstancias, de la realidad del acto o negocio, atendiendo a las características del concreto mercado donde se ubican las operaciones y la condición de las personas naturales o jurídicas que intervienen. La ignorancia o el error merecen el premio de conservar un derecho, si al comparar la actitud del agente con la que habría tenido otra persona de similares calidades en la plaza, se concluye que existía razonable apariencia de rectitud.

Finalmente, también desde el capítulo de posesión viene otra norma fundamental. La buena se presume (artículo 914 del Código Civil), de modo que el adquirente no tiene que probar su integridad. Quien alegue la inexistencia de buena fe tendrá que afanarse en demostrar que el tratante sabía efectivamente o debía conocer el vicio, un emprendimiento por demás difícil.    

 


[*] Socio fundador del Estudio Mejorada Abogados. Profesor de Derecho Civil.

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