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Fernández Sessarego: La vocación por la libertad (El hombre, novelista de su propia vida)

Fernández Sessarego: La vocación por la libertad (El hombre, novelista de su propia vida)

Por varios años, el magistrado Carlos Calderón Puertas mantuvo un constante diálogo con el profesor Carlos Fernández Sessarego. Dichas conversaciones han quedado plasmadas en esta muy interesante entrevista que nos ha sido proporcionada para que podamos publicarla, a manera de homenaje, al recordado profesor sanmarquino, quien hubiera cumplido los 94 años este sábado 7 de marzo.

Por Carlos Calderón Puertas

viernes 6 de marzo 2020

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Durante algunos meses visité regularmente, en su casa de la calle Basadre, a Carlos Fernández Sessarego, premunido de una grabadora y un arsenal de inquietudes. Lo que empezó con preguntas más o menos puntuales sobre el Derecho, se convirtió de pronto en una conversación que traspasaba las fronteras jurídicas e ingresaba al mundo personal, el de las vivencias íntimas, el de las nostalgias, el de los recuerdos.

Esta es la primera sección de esa larga entrevista. Su título es una frase que gustaba utilizar Ortega y Gasset para referirse a la existencia humana como proyecto. La utilizo porque eso es lo que aquí se presenta, la peripecia vital de Fernández Sessarego, la muerte de su madre, sus estudios universitarios, su encuentro con la política, su paso por la universidad. Otras dos secciones (Los supuestos filosóficos y El daño a la persona) han sido publicadas, respectivamente, en una Revista de la Corte Superior de Justicia de Lima Norte (Análisis en temas de Derecho: 2009) y en mi libro: Daño a la Persona. Origen, desarrollo y vicisitudes en el derecho civil peruano (Lima: 2014). Dos apartados más (Las tres dimensiones del derecho y El reformador legal) se encuentran inéditos. Ya habrá momento para compartirlos.

La entrevista, debo decirlo, se inició en el 2001 y continuó por diferentes temporadas. No he transcrito todo el diálogo. Fernández Sessarego, como se sabe, era prolijo en la palabra y escrupuloso en la cortesía y la nobleza. Respetando su voluntad, algunas expresiones, algún giro lingüístico, alguna confidencia, ha sido eliminada.

Dos razones fundamentales me llevan a la publicación de esta conversación. La primera, una meramente intelectual: la necesidad que se conozca la pasión por la vida y la libertad de un personaje del siglo XX. La otra es más personal. El 07 de marzo, mi querido amigo hubiera celebrado un aniversario más. Durante 20 años, a veces semanal, luego mensualmente, fui un asiduo visitante (en Basadre, en la colina o en su departamento en Miraflores) de ese ser lleno de vitalidad que parecía inacabable. También él, sin embargo, tuvo que partir. Pero nadie se va de manera definitiva cuando alguien lo recuerda. Y él no se ha ido. Sus ideas, o han ingresado a nuestro pensamiento jurídico (pienso en el derecho a la identidad o el tridimensionalismo) o se discuten con obsesiva energía y enardecido esfuerzo (daño al proyecto de vida). Y eso, sin duda, quiere decir que, como el Cid Campeador, don Carlos sigue ganando batallas aun después de muerto. Esta publicación es un homenaje a su victoria.

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Para el existencialismo el hombre no es un ser definido, concreto, estable; es, más bien, el ser que se hace a sí mismo.

 

El ser se hace a sí mismo porque la libertad es proyecto y el proyecto es constante, dinámico.

 

O, como Ortega diría: el hombre es el novelista de su propia vida.

 

Y la vida, una sucesión de quehaceres.
 
El colegio italiano

 

Por eso quisiera empezar esta entrevista con sus quehaceres iniciales.

 

Quisiera expresarle algo que he venido descubriendo estos últimos años: nunca he mirado mi vida para atrás, siempre la he mirado para adelante porque para mí la vida es futuro, proyecto. Lo que pasó ya pasó, sólo sirve de experiencia. Pero ahora miro para atrás, lanzo una mirada retrospectiva para ver cómo se formó mi vida; creo que lo hago por curiosidad. Y he descubierto algo sumamente interesante: mi vocación por la libertad. Tal vez es un hecho congénito, no sé, pero le voy a contar casos concretos.

 

Ingresé de niño al colegio italiano Antonio Raimondi. Pocos años después se convertió en colegio fascista, obligándose a los profesores a utilizar camisa negra y a los italianos, hijos de italianos y nietos de italianos, situación en la que yo me encontraba, a ser, según su edad, hijo de loba (figlio di lupa), balila o avanguardista. Como yo estaba en cuarto o quinto de primaria la categoría que me correspondía era de balila, por eso las autoridades del colegio me llamaron y me dijeron: “Ud. va a ser balila. Aquí está su carnet (tessera, como se dice en italiano). Va a tener Ud. uniforme y va a hacer ejercicios, deportes, participar en paseos, marchas”. En el fondo lo que querían era adoctrinarme con el dulce o el caramelo de los paseos, esas cosas que alucinan a un niño. Yo me negué a ser balila; yo no me corté el pelo: yo no fui fascista.

 

¿Esa actitud le supuso algunos contratiempos?

 

Esa pregunta no se la voy a contestar ahora porque esta es la primera anécdota y hay dos asuntos más que quiero relatar.

 

El segundo punto es que pasé a secundaria cuando estalló la guerra.  Todos los italianos y los peruanos amigos de italianos estaban por el Eje. Yo, por el contrario, estaba con los aliados y me alegraba cuando decían que los aviones y tanques británicos habían atacado una ciudad nazi. Ese fue el segundo hecho, pero aún hay otro.

 

Yo tuve un don, no es mérito mío, es un don. Yo tuve vocación por el estudio; a mí me gustaba estudiar, me encantaba estudiar. A mis compañeros de clase les enseñaba; ellos iban a mi casa y yo les hacía unos cuadros para enseñarles. Y los profesores, algunos de ellos, me llamaban para hacer la clase, como por ejemplo el profesor de Psicología. Y, efectivamente, en quinto año de media, hice la clase sobre la atención.

 

Por este don, que repito no es mérito mío, fui siempre el primer alumno del Colegio. Es decir, mis promedios estaban por encima de todos los demás. Cuando estaba en segundo de media se creó el premio por excelencia al mejor alumno del plantel. Yo lo gané en segundo, en tercero, en cuarto y en quinto de media. ¿Y cuál era el premio, aparte de la medalla y el diploma maravilloso? Era la beca. La beca que yo obtuve todos esos años.

 

Estos son los tres hechos que recuerdo cuando rememoro esos días. Me he preguntado ¿cómo fue posible que toleraran que no fuera balila?, ¿cómo fue posible que no me expulsaran, que aguantaran que estuviera en contra del Eje y que, a pesar de todo, me otorgaran el primer premio? Me he roto la cabeza pensando en ello hasta que un buen día me dije que la única explicación posible, esa es mi hipótesis, es que los profesores no eran fascistas. Ellos ya vivían en el Perú, tenían sus familias aquí. Cuando un buen día se les dijo que debían comportarse de cierta manera, que debían comportarse como fascistas, que debían utilizar la camisa negra, ellos aceptaron, pero en el fondo nada tenían que hacer con el fascismo, hasta, por el contrario, hubieran podido ser partisanos en Italia. En suma, me veían a mí como lo que ellos no podían decir y hacer y por eso me toleraban y nunca me mezquinaron nada.

 

La familia. El padre lejano

 

¿Y su familia que opinaba de su rebeldía?

 

¿Mi familia? Yo perdí a mi madre cuando tenía año o año y medio de vida, de manera que no la conocí. Mi padre era costarricense. Él vino al Perú cuando regresaron los exiliados peruanos de Centroamérica[1]. Lo trajeron muy joven. Mi padre era aventurero, un poco escritor y político. Se vino aquí y tuvo una buena posición porque era un tipo muy simpático. Cayó bien en la sociedad peruana de aquel entonces; le hablo de los años veinte.

 

¿Con qué exiliados vino su padre?

 

Algunos peruanos se habían refugiado en Costa Rica. Mi padre vino con José Balta. Como le digo era un tipo simpático, despierto. Aquí se enamoró de mi madre y luego se casó. Yo nací el año 1925. Al morir mi madre, mi padre decidió que debía irme a Costa Rica para que me cuidara mi abuela paterna. Pero ocurrió algo terrible, un tremendo golpe para mi padre. Al mes de la muerte de mi madre, con la que estuvo casada dos años, falleció mi abuela paterna. Él se deprimió, tuvo que irse a Chosica para tomar descanso. Fue un golpe terrible: primero, muere su esposa a la que amaba; luego, pierde a su madre. Entonces entra en una depresión terrible y decide volver a lo suyo, a Costa Rica, con sus hermanos. Ahí se juega mi destino, porque si mi abuela paterna no hubiera muerto yo hubiera sido costarricense. La muerte de mi abuela paterna hizo que me quedara con mis abuelos maternos, que tenían una posición acomodada; no eran ricos, pero tampoco eran pobres: eran acomodados. Mi abuelo era comerciante y vivíamos decorosamente. Yo tuve una niñez en la que no me faltó nada hasta los doce años.

 

¿Hasta cuándo no vuelve a ver a su padre?

 

Mi papá se va a Costa Rica y regresa dos o tres veces para llevarme. Mis abuelos me defendieron con las uñas. Me contaba mi abuela, que murió casi a los cien años, que una vez le dijeron que no podía llevarme porque yo estaba muy enfermo y ellos me estaban cuidando; en otra oportunidad le dijeron que me iba tan bien en mis estudios que resultaba absurdo que me llevara. Mi padre siempre transigió y nunca pudo llevarme, acaso por los argumentos que le daban (hasta una vez le inventaron una dolencia a las amígdalas y quizás me la sacaron seguramente sin necesidad).

 

De modo que sus relaciones con él fueron distantes.

 

Buenas, pero distantes. Lo veía muy de vez en cuando, por ejemplo, le cuento, yo hice un viaje a Costa Rica a los catorce años.

 

Reláteme ese viaje, ¿cómo lo hizo? ¿En barco?

 

No, en avión bimotor, en Panagra, que hacía Lima – Chiclayo, Chiclayo – Trujillo, Trujillo – Guayaquil, Guayaquil – Quito, Quito – Cali. En Cali dormí. Me acuerdo que en el hotel me preguntaron por mi papá y yo tuve que responder que estaba solo, que era un menor de edad que viajaba solo. En Cali me desperté en la noche, me pegué un susto terrible porque había una lluvia espantosa que golpeaba la ventana. Al día siguiente hicimos Cali – Panamá. Dormí en Panamá. Al tercer día hicimos Panamá – Costa Rica. Tres días en un avión bimotor que no tenía mucha capacidad y que tenía que estar parando, seguramente porque no tenía un tanque de gasolina muy amplio. Ese fue mi viaje a los catorce años, hice luego otro a los dieciocho. Pero yo siempre defendí mi nacionalidad peruana frente a mi padre. Él me decía: “Oye, pero aquí tú tienes un gran porvenir, la gente te quiere. Aquí, además, el primer presidente de Costa Rica fue Mora Fernández”. Mi padre era Fernández Mora y así me inscribió en los registros: yo soy Carlos Fernández-Mora y Sessarego. Después me quité el Mora porque me dije que ese tren tenía muchos vagones. Qué me hacía con un apellido compuesto. En Costa Rica ser un Mora es un honor. Yo era de esa familia, hasta tenía árbol genealógico. Pero yo no creo en eso, la vida se la hace uno, el nombre se lo hace uno.

 

¿Entonces Ud. no cree en los apellidos compuestos?

 

No, son vanidades. Son vanidades, y contraproducentes, porque cada hombre es un ser distinto, con su carga genética, con su proyecto de vida. Cada uno responde por sí mismo. Uno no se puede amparar en los nombres como no se puede amparar en si se es hijo matrimonial o extramatrimonial. ¡Qué culpa tiene uno de haber nacido dentro o fuera del matrimonio!

 

Ud. regresa a Costa Rica cuando universitario, incluso su padre lo recibe y colabora en la publicación de su primer libro[2].

 

Claro, él lo edita con sus amigos, en el círculo que él tenía, “José Martí”. En Costa Rica salía en los periódicos, era un chico medio prodigio, y él me hacía ambiente. Él estaba muy orgulloso de su hijo porque yo sacaba los premios, qué sé yo.

 

Sin embargo, le digo algo: en Costa Rica yo era un estudiante peruano y en el libro al que Ud. se refiere hablo de González Prada y de Ricardo Palma.

 

El libro es prologado por Joaquín García Monge, editor de Repertorio Americano.

 

Claro, García Monge era una personalidad. A mí me tomó mucho cariño. En fin, tuve un gran ambiente en Costa Rica.

 

¿Familiares?

 

Tenía tías, tíos.

 

¿Hermanos?

 

Mi padre se casó después de veinte años. Tengo dos hermanos. Uno que es profesor de la Universidad. Se graduó en París, su doctorado también lo hizo ahí en Filosofía y Sociología. El enseña Epistemología de las Ciencias Sociales. Es como yo, un académico, más que yo todavía. Tengo otro hermano que salió a mi padre: es periodista. Es un tipo simpático: está en la radio, en la televisión: es mi padre.

 

Lo cierto es que soy peruano. No soy italiano por ius sanguinis, ni tampoco costarricense. Defendí mi nacionalidad peruana. Me costó ser peruano, en todo sentido. Yo no tengo ni siquiera pasaporte italiano, me he rehusado a tenerlo. No porque sea malo, sino porque soy peruano desde todos los ángulos. Claro, yo comprendo a un viajero impenitente como Vargas Llosa. Sé que él necesita pasaporte europeo porque no va a regresar al Perú a sacar una visa para Francia, otra para Italia. En una época hubo eso, por eso resulta lógico tener pasaporte europeo. Es una comodidad para un viajero impenitente. No es mi caso. Yo hago mi cola, saco mi visa.

 

Regresemos a su infancia. ¿Ud. se queda sólo con sus abuelos?

 

Sí, hasta los doce años. A los doce años pierdo a mi abuelo, quien muere de un infarto. Nos quedamos solos en la vida mi abuela y yo, dado que con la familia de aquí estábamos distanciados, razón por la cual nunca recibí apoyo de la familia de mi abuelo. Prácticamente nos quedamos solos y por eso a los doce años yo tenía llave de la puerta de calle. Ya de ahí me fui forjando, aprendí a luchar por la vida. Mi abuela tuvo que vender muchas cosas para sobrevivir. Me acuerdo que hizo un remate. Tuvimos que dejar la casa donde vivíamos e ir a una casa más chiquita para poder, con la diferencia de los alquileres, ajustar nuestro presupuesto familiar, muy modesto por lo demás.

 

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La abuela

 

¿Vivió siempre con su abuela?

 

Siempre con mi abuela. Mi abuela falleció cuando iba a cumplir 100 años, el año 1975.

 

¿Cómo era ella?

 

Mi abuela era una mujer de carácter. Tengo una anécdota que la revela plenamente. Ella no era una de esas abuelitas dulces; no, ella era una mujer de carácter. Fíjese que una vez, voy a hacer una digresión, en cuarto de primaria me enfermé mucho: me dio una bronquitis que en esa época no se sabía que era asmatiforme; no se conocía eso que llamamos alergia. “Ah, le dio una bronquitis, hay que abrigarlo bien, con lana, que no salga de la casa”. Más me abrigaban más alergia tenía. Y casi todo el año recaía y recaía. Por eso en cuarto de primaria fui al colegio muy poco. Terminó el año y salí segundo: fue el único año en que salí segundo. El profesor me puso en la libreta, en el rubro de observaciones, lo siguiente: “Carlos, a pesar que ha estado enfermo durante gran parte del año ha tenido el mérito de haber salido segundo de la clase. El próximo año será mi mejor alumno”. Yo feliz con mi medalla de plata, mi diploma y sobre todo con lo dicho por el profesor, un profesor muy hábil, Humberto Santillán Arista.

 

¿El de los libros de Castellano y Literatura?

 

Sí, él fue mi profesor. Un hombre de primera, yo lo aprecié muchísimo, de gran calidad. Lo que me puso en la libreta valía muchísimo. Llego a mi casa y mi abuela me dice: “No, hijo, el segundo puesto no vale nada”. Yo me acuerdo de eso porque sentí que era una gran injusticia, pero esa fue la forma en que mi abuela me exigió: “Tú tienes que ser primero, tienes toda la capacidad para serlo”.

 

Para mi abuela no había enfermedad que valga. Ella no era la tradicional abuelita, no, no, no encajaba con el carácter de mi abuela. Muy inteligente. Ahora yo aprecio, con el transcurrir de los años, como me educó. Me dio la llave de la puerta cuando tenía 12 años.

 

Le cuento que una vez me emborraché estando en el colegio, en una de las ferias que había. Estaba en cuarto de media y tomamos cerveza, vino, cognac. Llegué a mi casa borracho, dando traspiés, no podía embocar la llave y sentí tal asco de mí mismo que nunca más en mi vida he tomado. Nunca más. Estuve tres días en la cama. Fue un desastre, mezclamos todos los tipos de trago, muchachos inexpertos.

 

¿Su abuela le dijo algo?

 

Nada. Nada. Ella me curó y nada más. Ella sabía que yo solo estaba reaccionando. Me conocía mucho. Ella no necesitaba decirme nada porque yo me había avergonzado. Ser un borrachito era una degradación. Esa fue la sensación que yo tuve y no volví a tomar más en mi vida, excepto una vez en Estados Unidos, dry martini, que es como una bala. Ahí me fui a mi cuarto, vivía en la Universidad de Notre Dame. Me eché en la cama y miraba que el ropero danzaba por encima de mi cabeza. Esa fue la segunda experiencia, no he tenido más en toda mi vida.

 

¿Drogas?

 

No existía en mi época. Cantábamos: “La cucaracha ya no puede caminar porque le falta marihuana que fumar”, pero nunca preguntamos qué era la marihuana.

 

¿Habían pasado de moda los fumaderos de opio de Capón?

 

Probablemente. Yo no me di cuenta de eso. Eso no estaba en mi horizonte.

 

¿Su abuela era católica?

 

Sí, sí.

 

¿Su catolicismo era uno tradicional, conservador, áspero?

 

No, era un catolicismo liberal, pero de convicciones muy profundas.

 

Mi abuela tuvo un gesto hermoso. Era una gran educadora, ahora lo descubro. Yo he tenido vocación religiosa y he sentido y siento la presencia de Dios, es algo que está dentro de mí. Mi abuela me llevó un día a la Iglesia María Auxiliadora y me dijo: “Bueno, no tienes padres ni tienes abuelo. Ahora yo te voy a dar un padre”. Me llevó al altar y me mostró un cuadro de Don Juan Bosco, ni siquiera un santo, era un beato, el fundador de los salesianos que se ocupaba de los niños. “Ahí está tu papá –me dijo. Cuando tengas problemas conversa con él”, y me regaló un cuadrito que lo puse en mi mesa de noche.

 

¿Conversaba con Don Bosco?

 

Sí, efectivamente, dialogaba con él. “Don Bosco, mañana tengo examen”, “Don Bosco, tengo problemas sentimentales”, en fin, era un adolescente y conversaba con él. En general, mi relación con Dios ha sido dialogante.  Yo soy católico porque mi abuela fue católica, y yo la veía que iba a misa y, además, el gesto que le relato fue para mí muy importante porque adquirí un padre con el cual dialogaba.

 

¿Hasta cuándo tuvo el cuadro?

Lo conservé por un tiempo, después ya no sé qué suerte corrió. Yo le estoy muy agradecido a San Juan Bosco porque me ayudó. Cada vez que no sabía que hacer él me ayudó.

Ud. puede descargar íntegramente esta entrevista aquí y/o leerla en nuestro archivo Sricbd:

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[*] Carlos Calderón Puertas es juez supremo de la Primera Sala de Derecho Constitucional y Social Transitoria de la Corte Suprema.

[1] Ver: Basadre, Jorge. Historia de la República del Perú. Tomo XIII, pp. 76-77. Editorial Universitaria. Lima, 1990.

[2] Fernández Sessarego, Carlos. Peruanidad y Cultura. Ediciones José Martí. San José. Costa Rica, 1945.

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