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El Congreso todavía existe (para defenderse)

El Congreso todavía existe (para defenderse)

Los autores explican que la disolución del Congreso implica impedir el funcionamiento del Pleno, pero esto no extingue a dicho Poder del Estado. Por ello, consideran que la autorización para la formulación de una eventual demanda competencial, que correspondía al Pleno del Congreso, ante su ausencia, pasa a la Comisión Permanente.

Por Edward Dyer & Renzo Cavani

miércoles 2 de octubre 2019

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Cuando surge un conflicto por el ejercicio de las competencias o atribuciones entre poderes del Estado, el art. 202.3 de la Constitución (y, desarrollando esta norma constitucional, el Código Procesal Constitucional de 2004 – arts. 109 ss.) confieren el papel de tercero resolutor al Tribunal Constitucional.

Ante el ejercicio de la disolución del Congreso como atribución del Poder Ejecutivo (art. 131 Const.), y frente a una cuestionable suspensión de la Presidencia de la República (art. 114 Const.), que es una atribución del Congreso, se entiende que es el TC quien tiene la competencia de decidir si aquí se ha respetado o no la Constitución.

Uno de los requisitos de procedencia de la demanda competencial, cuando se trata de órganos con composición colegiada (como el Congreso) es que la decisión de demandar sea aprobada. No obstante, estamos ante una situación que el Congreso está formalmente disuelto y, por tanto, no sería posible contar con dicha aprobación. ¿Será la respuesta entonces que no se podría presentar ninguna demanda? En nuestra opinión no.

En primer lugar, nótese que el art. 109 CPConst. habla de “poder del Estado”. Un “poder”, en este sentido, es estrictamente una entidad del Estado, con una determinada jerarquía que cumple un papel muy especial en el sistema democrático.

El detalle es que la “disolución del Congreso” no significa propiamente que el Poder Legislativo se haya extinguido. De hecho, “disolver” y “Congreso” son sintagmas muy equívocos para reflejar lo que realmente ocurre. La disolución, en realidad, implica un cese del mandato congresal e impide, antes que nada, que el Pleno del Congreso (órgano máximo de deliberación del Poder del Estado denominado Congreso, superior ―y diferente― del Consejo Directivo, la Mesa Directiva, la Presidencia, Comisiones – ex art. 27 ss. Reglamento del Congreso) pueda seguir ejerciendo sus funciones. Ya no podrá reunirse más, por ejemplo, ni mucho menos producir actos legislativos, investigar, levantar inmunidad, juzgar, sancionar o cuestionar actos políticos del Ejecutivo. Pero la “disolución” también afecta el funcionamiento de otros órganos del Congreso-Poder, como la Mesa Directiva, las comisiones, etc.

De esta manera, la disolución ataca directamente el funcionamiento normal de este poder del Estado. Precisamente por ello es que no se debe confundir “Congreso” como poder del Estado (también: Parlamento) con sus órganos, como el “Pleno del Congreso”. Este último no existe más, a diferencia del primero, que permanece ― y que, de hecho, no podría extinguirse de ninguna manera, que fue exactamente lo que ocurrió en abril de 1992.

Y decimos que aún existe el Congreso-Poder porque queda la Comisión Permanente, que, por mandato inequívoco de la Constitución, no puede ser disuelta (art. 134 Const.). De hecho, como dice el art. 94 Const., el Pleno elige sus representantes en la Comisión Permanente, órgano que inclusive tiene competencias excluyentes e indelegables, tanto por ella misma como por el propio Pleno (como, por ejemplo, elegir el contralor de la República). De hecho, la Comisión Permanente no sustituye al Pleno del Congreso ni siquiera cuando este está en funcionamiento (puede compartir algunas competencias, pero en casos muy puntuales, como la promulgación de leyes cuando el Pleno está en receso), y mucho menos lo hace cuando operó una disolución.

¿Y qué ocurre con la posibilidad de plantear una demanda competencial? Si bien no está dentro de sus competencias expresas (ni en la Constitución ni en el Reg. Congreso), pensamos que ante un caso de “disolución”, la Comisión Permanente, siendo el único órgano del Congreso-Poder que sigue funcionando, es el único que puede defender judicialmente el fuero parlamentario (porque a nivel legislativo y político no puede hacer prácticamente nada ― de hecho, sus funciones de por sí son muy limitadas, ex arts. 99, 101 Const., art. 89 Reg. Congreso). Nos parece, de hecho, que la competencia (que se decanta procesalmente en una suerte de representación procesal legal) es dada precisamente por el hecho de ser un órgano que conforma el Poder Legislativo.

Aunque rigurosamente los poderes públicos no sean titulares de derechos fundamentales, interpretar de forma diversa significaría sustraer completamente al Poder Legislativo del acceso a la justicia como condición necesaria para discutir sobre sus propias competencias y atribuciones. En efecto, se terminaría por quitar al Congreso-Poder toda capacidad de velar por la eficacia de las competencias dadas por la propia Constitución.

Si todo esto es correcto, nótese que la titularidad de la situación jurídica que habilita a participar en un proceso competencial no varía: sigue siendo el Poder Legislativo, o sea, el Parlamento, el Congreso-Poder. Por tanto, la autorización para la formulación de la demanda competencial de la que habla el art. 109 in fine, que correspondía al Pleno, ante su ausencia, pasa a la Comisión Permanente, precisamente por congregar esta a los representantes del Pleno ya disuelto.

El problema de la legitimidad procesal, de esta manera, quedaría plenamente superado: es el propio Poder Legislativo quien está actuando, y el representante final que conduce el proceso competencia es su titular, o sea, en este caso, el presidente de la Comisión Permanente.

 


[*] Profesor universitario. Ex asesor del Congreso de la República.

[**] Profesor ordinario auxiliar y docente a tiempo completo de la PUCP.

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