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Nuevamente, ¿vale la pena contar con un Parlamento?

Nuevamente, ¿vale la pena contar con un Parlamento?

El autor sostiene que para la consolidación de la democracia se requiere de un Congreso eficiente en la representación y gestión del interés nacional. Afirma que esto solo se puede conseguir con personas con firme vocación de servicio, moralmente intachables o, por lo menos, idóneos, si acaso escasea lo intachable hoy, con competencias intelectuales por lo menos básicas, y con comprobada sensibilidad y solidaridad social.

Por Luis Castillo Córdova

viernes 15 de noviembre 2019

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Planteamiento de la cuestión

El Congreso de la República del Perú no ha dejado de estar en el ojo de la tormenta. El asunto se ha agudizado intensamente en los últimos periodos parlamentarios, al menos por las razones siguientes. Primera, nuestra comunidad política ha enfrentado decisivos retos en ámbitos distintos, y nuestro Congreso ha estado muy lejos de ayudar a conseguir cualquier razonable éxito. Segunda, no han sido pocos los casos de congresistas que sin pudor han mostrado la carencia moral y profesional que les singulariza. Y tercera, los canales de difusión masificada de las vergüenzas parlamentarias han sido especialmente ejemplares en mostrar y criticar la inoperatividad de este importante órgano del Estado. Este agudizamiento reclama, una vez más, preguntarse, “¿vale la pena contar con un Parlamento?” A atender, otra vez, esta cuestión destinaré las líneas siguientes.

El Congreso de la República como fuente de los males

El Congreso de la República aparece como una institución que ha desnaturalizado el conjunto de decisivas funciones que constitucionalmente tiene atribuidas. Entre las más falseadas se encuentra la función representativa. Para nadie es un secreto que las últimas representaciones congresales no han destinado el grueso de su tiempo, energía y recursos, a promover el interés general. Muchas causas pueden ser identificadas, y de ellas, acaso la principal, ha sido la ausencia manifiesta de vocación de servicio público.

Sería importante saber las motivaciones reales y los convencimientos efectivos de quienes accedieron a una plaza en el Congreso en los últimos periodos. Si entre tales no se halla, y además de modo principal, el convencimiento de que la cuota de poder público que reciben está destinada a promover de modo honesto y efectivo el interés general, entonces, el congresista habrá abierto las puertas a un camino de desnaturalización del cargo que conduce inevitablemente al empleo de la función pública para la gestión de intereses propios, o de partido, o de grupos de poder (económicos e ideológicos).

Además de la función representativa, el Congreso peruano ha hecho de la función de control la muestra de su inutilidad. Cuando el Ejecutivo ha tenido mayoría parlamentaria, el Congreso de la República se convirtió en mera mesa de partes de las decisiones ya adoptadas por el Ejecutivo y, consecuentemente, el control político desaparecía pulverizado. Por el contrario, cuando el Presidente no ha tenido mayoría parlamentaria, el Congreso se transformaba en enemigo que activaba hasta la extralimitación todo mecanismo de control político y no político de las actuaciones del Ejecutivo.

El Congreso de la República tiene el triste mérito de haberse puesto de espaldas a la ciudadanía cuando el interés general más reclamaba lo contrario. Estas intensas deficiencias han servido para que el grueso de la población lo considere como fuente de nuestros males en los distintos ámbitos de nuestra comunidad política. 

El Congreso de la República ha sido disuelto…

A la vista de la ciudadanía, el más reciente Congreso de la República ha aparecido como una institución corrupta, ineficiente en el cumplimiento de sus deberes a pesar de la cantidad de dinero público que consumió, y para la conciencia colectiva se convirtió en un serio y abominable impedimento para el desarrollo, no solo económico, sino también moral, de nuestra comunidad política. Empezó a germinar la idea de la disolución del Congreso, como una medida patriótica que debía adoptarse sea cual fuese el precio a pagar. Pero en la historia de nuestra política nacional, cuando se ha llegado a este nivel de convencimiento, poco importa la institucionalidad o la justicia del medio que se emplee para justificar la decisión política adoptada. La consecuencia fue inevitable: se abrieron las puertas para el autoritarismo del otro gran poder político: el Ejecutivo.

Esto explica el apresuramiento del Presidente de la República en decidir que había llegado el momento de disolver el Congreso, apresuramiento que mantuvo cuando comunicó a la Nación que la razón de la disolución era una denegatoria fáctica de la confianza a su premier y gabinete ministerial en un asunto que apareció más vinculado a una atribución propia del Congreso, antes que a una política de gestión gubernativa del Consejo de Ministros. El apresuramiento político casi siempre termina en inconstitucionalidad jurídica, y esta vez no fue la excepción.

El innegable apresuramiento, que tuvo en el 31 de octubre de 2019 su día -tristemente- histórico, fue alimentado por el convencimiento de que la Constitución no podía significar un obstáculo para deshacerse de la fuente de los males que representaba el Congreso. Esta idea, por desgracia, no solo acompañó a la decisión y actuación del Presidente de la República, sino también -doloroso fue constatarlo- a las declaraciones de no pocos profesores de derecho que aparecieron a partir de ese día en los medios de comunicación para hacer prevalecer la circunstancial conveniencia política sobre la validez constitucional de la decisión presidencial. Ocurrió, una vez más algo que en nuestra historia es, por desgracia, una constante: se invocó a la Constitución para justificar una decisión desvinculada de la Constitución.

… ¡Viva el Congreso de la República!

No obstante se debe reconocer que en estricto todas las falencias, debilidades y desnaturalizaciones no pueden ser predicadas del Congreso de la República como institución, sino de sus integrantes. Si realmente queremos encontrar una solución efectiva a los problemas que genera el Congreso, se impone actuar con seriedad al momento de identificar las causas de los problemas. Y la causa no es la institución parlamentaria, sino los concretos corruptos, incapaces e ineficientes parlamentarios que, por fortuna, nunca han sido todos, y muchas veces ni tan siquiera la mayoría.

Como institución, el Congreso de la República es pieza esencial en un Estado de derecho democrático que sostiene su existencia sobre la división de poderes, y hace depender su eficacia del conjunto de relaciones orgánicas que generan los pesos y contrapesos entre el Ejecutivo y el Congreso. La representación de la comunidad política está en el Congreso de la República, porque ahí se alberga a ciudadanos llamados a representar la pluralidad ideológica que singulariza nuestra realidad. Por el contrario, el Ejecutivo en su nivel gubernativo, tiende a la unidad ideológica, a aquella que la población mayoritariamente eligió para formular y gestionar las políticas públicas. Sin Congreso, esa unidad ideológica se transforma en un ya familiar autoritarismo que, por lo menos en nuestra historia, ha intentado, con más éxitos que fracasos, mantenerse en el Gobierno más allá de lo permitido constitucionalmente y de lo conveniente políticamente. Solamente la mezquindad e ignorancia colectiva puede llevar a negar el papel decisivo que el Congreso está llamado a cumplir en nuestra comunidad política.

Si el Congreso de la República como institución se ha convertido en fuente de problemas, no atribuyamos culpa a la institución misma, sino a sus miembros porque son ellos los que ejercen la función pública atribuida. Son ellos los que han renunciado a trabajar por los intereses de la Nación; son ellos los que han perdido su identidad parlamentaria al someterse a los designios del Ejecutivo o de los partidos políticos o de los grupos de poder; son ellos los que desvinculados de la realidad nacional, debaten asuntos que no se condicen con las concretas necesidades sociales, o aprueban sueldos y gastos operativos en sumas que pueden resultar ofensivas; son ellos, en definitiva, los que deshonran una de las más nobles instituciones constitucionales con las que cuenta un Estado de derecho para beneficio de toda la comunidad política. Por eso, toda reforma política que no tenga como protagonista las calidades morales e intelectivas del congresista, sencillamente está llamada al fracaso.

La culpa también es del pueblo

A nuestra comunidad política no se le impone un conjunto de congresistas, los elige la ciudadanía, por lo que hay que dar un paso más y reconocer que en última instancia la culpa de los males que hoy reprochamos al Congreso de la República es, no solo también sino más intensamente, nuestra. Por nuestros votos se ha sentado en el recinto parlamentario la mediocridad y la inmoralidad como causas eficientes de la debacle parlamentaria de los últimos años. Resulta decisivo convencerse de que no es suficiente con preguntar a qué reformas políticas van a emprenderse para mejorar la calidad de nuestras instituciones, sino que lo decisivo es preguntar qué vamos a hacer tú y yo para elegir bien a nuestros representantes la próxima vez, y elegir mejor aún la siguiente vez. Una de las grandes paradojas de nuestra vida política actual es que nos quejamos de la dañina incompetencia del político que elegimos.

Vale la pena tener un Parlamento con buenos parlamentarios

La pregunta de si vale la pena tener un Parlamento, solo puede ser respondida afirmativamente. No solo vale la pena, sino que nuestra democracia solo se entiende construida desde el Congreso de la República, y solamente la democracia promueve y asegura una alta calidad de convivencia social y política. Mas bien, la cuestión que debemos plantear y responder es qué tipo de sociedad queremos construir. Si queremos una en la que la justicia, el desarrollo y la paz sean bienes humanos gozados efectivamente por todos en situación de igualdad (jurídica), entonces, la democracia debe ser consolidada, y para esta consolidación la presencia de un Congreso eficiente en la representación y gestión del interés nacional es imprescindible, y un tal Congreso se consigue con personas con firme vocación de servicio, moralmente intachables o, por lo menos, idóneos, si acaso escasea lo intachable hoy, con competencias intelectuales por lo menos básicas, y con comprobada sensibilidad y solidaridad social. Es un deber ciudadano y moral comprometámonos seriamente a identificar y promover el acceso de este tipo de personas a nuestras instancias gubernativas, en particular, a nuestro Congreso de la República.


[*] Luis Castillo Córdova es profesor de Derecho constitucional, de Derecho procesal constitucional y de Argumentación jurídica en la Universidad de Piura.

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