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La Constitución no está en el papel

La Constitución no está en el papel

César Azabache: ¿Dónde está nuestra Constitución? ¿En el papel que contiene una carta promulgada o en un cuadro de relaciones que reconocemos como legítimas e inamovibles o de defensa imprescindible?

Por César Azabache Caracciolo

lunes 29 de noviembre 2021

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Me resulta imposible sintetizar las paradojas que encuentro en la Constitución de 1993. Antes que nada, es una Constitución y está vigente, y eso no puede pasar desapercibido. Pero fue la herramienta que estabilizó un golpe de Estado como el de 1992, que fue un golpe de Estado sea cuales sean las preferencias políticas que cada quien sostenga. Y, sin embargo, fue adoptada como parte de las bases institucionales de la transición de finales del 2000, con el único cargo de retirar la firma de Alberto Fujimori del instrumento de su promulgación. Representa un punto de quiebre en un ciclo de declive institucional y económico insostenible, el de los años 80, marcado por el terrorismo y el descontrol de la economía. Pero también es el punto de inicio de dos ciclos seguidos de adelgazamiento del sistema institucional que, con el breve interregno del gobierno de Paniagua, se entremezclaron con la estabilización de una economía relativamente sólida pero no inclusiva ni igualitaria que sin embargo se ha sostenido por casi 30 años.

Cuando escucho los numerosos discursos de defensa de la Constitución del 93 que circulan en nuestro medio tiendo por eso a preguntar cuál exactamente es la parte de la Constitución que están defendiendo. O qué es lo que están defendiendo exactamente cuando dicen que defienden la Constitución. La respuesta a esta pregunta conduce casi inevitablemente a posturas definidas a favor de la conservación de los fundamentos de un régimen económico no estatalizado que se organizó desde 1990. Pero la constitución de 1993 no fijó los fundamentos de ese régimen. Lo hicieron el shock de 1990, el plan de reinserción en la economía global puesto en movimiento casi en simultáneo y las reformas de 1991, incluyendo una parte de los decretos legislativos de noviembre de ese año. Además, la Constitución de 1993 no está integrada solo por el capítulo económico. También es el instrumento que creó el parlamento unicameral que tenemos delante. El que suprimió el Senado principalmente para entregar la elección de generales de las Fuerzas Armadas al gobierno. Y es el instrumento que introdujo entre nosotros el doble juego que permite cerrar el Congreso (en cuarta forma una reivindicación simbólica de lo que hizo Alberto Fujimori en 1992) y la destituir al presidente por simple acumulación de votos, bajo la frágil coartada de la llamada “incapacidad moral permanente”.

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El desequilibrio institucional en el que vivimos desde el 2017 tiene una relación innegable con lo que contiene y representa ese texto.

Pero además la carta de 1993 fue en realidad una reforma o ajuste a la de 1979 escrita a pocas manos. Ambos textos comparten el esquema; el lenguaje es el mismo, con algunos errores, imposible dejar de notarlo. Los elementos son los mismos en estructura, incluso cuando tienen diferencias visibles en los detalles. Algunos cambios son estupendos como la creación de la Defensoría del Pueblo y otros pésimos como el unicameralismo, la cuestión de confianza y la vacancia. Pero el texto no es una creación, como si lo fue la de 1979 respeto a la de 1933. Si fuera cuestión de autores diría que hay en el texto buena cantidad de plagios indiscutibles o al menos sostenibles.

Pero no es sólo cuestión de nombres.  Además de ponerle uno que le queda grande, hemos convertido a la reforma de 1993 en un fetiche al que hemos atribuido, cuál becerro dorado, el poder mágico de sostener la reestructuración de la economía, un proceso que para 1993 ya se había iniciado, con la carta del 79 a cuestas, por cierto.

En todo caso las reformas de 1993 subsistieron al régimen de los años 90. El simbolismo originado en su empalme con el golpe del 92 no alcanzó para que los acuerdos de la transición del 2000/2001 la excluyeran del firmamento. El Congreso de la transición retiró discretamente la firma de Fujimori sin más consecuencias y encargó a la Comisión Pease un proyecto alterno que jamás se discutió. De esa manera sigilosa, la reforma de 1993 entró a formar parte del núcleo de acuerdos fijados por la transición, esos que han regulado el periodo 2000-2021; esos que, parafraseo ahora a Mauricio Zavaleta, “se agotaron y ya no alumbran (EC 07/06/21).

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Enorme paradoja. La Constitución del 93, que es en verdad algo semejante a una reforma, del de ser hace veinte años la carta de los noventa, dejó de serlo para ser adoptada como carta de la transición y del proceso derivado de la transición, el que desemboca en la captura de Alberto Fujimori, en los casos Odebrecht y en las crisis del parlamento y el Ejecutivo que se instalaron entre nosotros en diciembre de 2017 para ya no irse.

Reproducimos el fetiche cuando pedimos “una nueva Constitución” sin explicar claramente de que exactamente hablamos ¿qué es exactamente lo que queremos cambiar y desde cuándo, exactamente, está instalado entre nosotros? La inviabilidad de las estatizaciones ¿proviene de la carta de 1993 o de la gesta contra el intento de concentrar la banca que promovió García a finales de los noventa? Cuando Castillo habló de estatizar el gas ¿sabía que estaba rememorando ese intento, el del APRA, no las nacionalizaciones del régimen militar de 1968? La libertad de prensa por ejemplo uno de los conceptos duros del sistema constitucional ¿no se instaló para ya no irse en 1980?

¿De qué hablamos entonces cuando hablamos de Constitución? ¿No será acaso de reglas de convivencia y relación que se refuerzan porque ya fueron establecidas?  ¿No tendremos que aceptar que el concepto mismo supone la consolidación de reglas y estados de cosas previamente existentes y que por ello los cambios en un sistema institucional jamás se impulsan desde una Constitución, sino que llegan a ella?

¿Dónde está nuestra Constitución? ¿En el papel que contiene una carta promulgada o en un cuadro de relaciones que reconocemos como legítimas e inamovibles o de defensa imprescindible?

César Azabache Caracciolo. Abogado en ejercicio, fundador de Azabache Caracciolo Abogados, miembro del Instituto Peruano de Ciencia Procesal Penal y del Consejo Consultivo de la Revista Gaceta Penal. Está ubicado entre los tres expertos en casos penales más influyentes del medio conforme a Chambers & Partners y a Enfoque Económico.

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