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La sentencia del Tribunal Constitucional sobre mascotas y la aparente imposición

La sentencia del Tribunal Constitucional sobre mascotas y la aparente imposición

El autor señala que el fundamento de la reciente sentencia del TC sobre los animales de compañía se ha construido sobre un presupuesto equivocado. Refiere que el reglamento de la junta de propietarios es un contrato y no contiene normas. Por esta razón, señala que “acordar” que en un edificio no habrá mascotas no contraviene derecho alguno. Afirma, además, que si los propietarios aceptan un estatuto que acoge esa estipulación, no hay imposición sino la mera aplicación de un negocio jurídico.

Por Martín Mejorada

jueves 11 de julio 2019

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En una reciente sentencia de amparo, el pleno del Tribunal Constitucional (Expediente 1413-2017-PA/TC) ha resuelto, por cinco votos a dos, “inaplicar” ciertos artículos modificados del reglamento interno de un edificio que prohíben la tenencia de mascotas (decisión de la mayoría de propietarios). El colegiado entiende que el reglamento violenta el derecho constitucional al libre desarrollo de la personalidad del demandante, quien encuentra en la compañía de un viejo y peludo amigo un aspecto fundamental de su vida. El colegiado es sensible al reclamo, y considera que la “imposición” de la junta de propietarios es desproporcionada cuando evita o dificulta la presencia de animales en el inmueble. Hace además doctrina jurisprudencial de los criterios de proporcionalidad utilizados para estimar el amparo. Los magistrados Blume y Sardón se apartan un poco, pero insisten en “inaplicar” parte del reglamento.

No cuestiono el desarrollo doctrinario que acertadamente acompaña a las decisiones del Tribunal, especialmente cuando define y precisa derechos fundamentales, ni mucho menos la importancia de las mascotas en la vida de las personas (yo mismo soy un feliz beneficiario), pero sí debo llamar la atención, respetuosamente, de que el fundamento de la sentencia para el caso concreto se ha construido sobre un presupuesto equivocado: se ha entendido que el agravio es una “imposición” contra la voluntad y la libertad del actor. Se ha creído que el reglamento interno de un edificio es una “norma legal” y que la junta de propietarios es una autoridad que impone reglas. Por eso el colegiado dispone la “inaplicación” de ciertos artículos del reglamento considerados inconstitucionales.

El reglamento no contiene normas. Es en realidad un “contrato”, con “estipulaciones” aceptadas voluntaria y libremente por cada propietario de las secciones exclusivas. Al adquirir un espacio en el condominio, el dueño acepta y se hace parte de este contrato. Es ciertamente un negocio jurídico especial ya que los contratantes se van adhiriendo y van saliendo de la relación, según como cambia la titularidad de los departamentos. Este contrato es oponible a todos los adquirentes, como una condición que acompaña al edificio (desde que se inscribe en los Registros Públicos), aun si no hubiese aceptación expresa de sus cláusulas. La denominación “reglamento” y la identificación de sus términos como “artículos” genera la idea errónea de que es una norma que se impone, pero no es así. Se trata de un contrato como cualquier otro, intangible e impenetrable por ninguna autoridad (artículo 62 de la Constitución). El interés que define los alcances del estatuto se plasma en el reglamento interno, con base en consideraciones estrictamente privadas que son o no aceptadas porque quien quiere ser parte del bloque.

La junta de propietarios no es una autoridad que impone sus acuerdos. Es simplemente la reunión de las “partes” de la contrata (propietarios) que toma decisiones sobre los bienes, y eventualmente modifica el pacto vigente. Normalmente, los reglamentos internos prevén el procedimiento para corregir el trato primigenio. En algunos casos los propietarios son muy cuidadosos y exigen la unanimidad para alterar ciertas condiciones consideradas esenciales, y en otros dejan que la mayoría pueda alterar las cláusulas, como por ejemplo las que tienen que ver con el uso de los bienes comunes. Como sea, el procedimiento para cambiar el acuerdo es parte del contrato al cual se obligaron todos los propietarios.

Es decir, cuando una persona adquiere una sección exclusiva acepta que el contrato que rige la vida en el edificio será modificado eventualmente, observando el trámite previsto en el propio negocio. Si para el caso concreto basta un acuerdo por mayoría, la modificación será válida. Si el propietario cree que hay aspectos esenciales en su vida que no deben alterarse bajo ninguna circunstancia (sin su aceptación), entonces debe ver que el reglamento (contrato) así lo prevea, de lo contrario no debe comprar. Si acepta la propiedad en esos términos, consiente que podría haber modificaciones con las que no esté de acuerdo, pero cuya vigencia y legitimidad ha reconocido anticipadamente al aceptar el estatuto. Como no son normas, la alteración del pacto no está sujeta a reglas de retroactividad, sino a la buena fe que rige las relaciones convencionales y que son un límite para la aplicación de ciertos cambios cuando resultan irracionales. 

Obviamente el reglamento no puede violentar el orden público ni los derechos irrenunciables, pero “acordar” que en un edificio no habrá mascotas no contraviene derecho alguno. Si los propietarios aceptan un estatuto que acoge esa estipulación originaria, o que puede devenir vía modificación, no hay imposición sino la mera aplicación de un negocio jurídico. El mensaje es muy claro: hay que mirar muy bien los reglamentos internos antes de comprar una sección exclusiva, para ver si ahí está protegido todo lo que consideramos esencial para nuestra personalidad.  En todo caso, si alguna clausula del reglamento fuese contraria a la Constitución o a normas de orden público sería nula, pero no “inaplicable” como dice el Tribunal.

La decisión que comento abre una puerta peligrosísima para la seguridad de los contratos o estatutos en edificios, condominios, sociedades y en general acuerdos de cualquier conglomerado, cuyas cláusulas aceptadas en mayoría disgustan a algunos de los contratantes.  Basta que a algún propietario, socio o asociado sienta que una modificación del convenio, cuyo procedimiento él mismo aceptó, es incómoda a su personalidad para que discuta la reforma.   Por ejemplo, si una variación estatutaria acuerda que en adelante habrá una imagen del Señor de los Milagros en la entrada del edificio, pero a un propietario musulmán le molesta esa “imposición”, ¿podrá pedir la “inaplicación”? Si el cambio implica eliminar el uso del gimnasio común para convertirlo en biblioteca, ¿podría el disidente pedir su inaplicación porque se afectan su espíritu deportivo y las previsiones que estuvieron presentes cuando compró? Si el estatuto de un club, que cada asociado reconoce como acuerdo vinculante, señala que no se permiten las mascotas, ¿podrá el afiliado Javier reclamar que se autorice la presencia de su simpático gran danés, dado que no lo puede dejar solo en casa?

En suma, el caso no versa sobre normas que se imponen y autoridades arbitrarias, sino sobre libertades que cada propietario ajusta voluntariamente a través de contratos que debe respetar.  Ojalá haya ocasión para revisar las consideraciones del Tribunal, quien precisamente debe identificar las expresiones de la libertad y defenderlas. La intangibilidad de los contratos es una de ellas.

 


[*] Socio fundador del Estudio Mejorada Abogados. Profesor de Derecho Civil.

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